Salvemos la universidad
La Universidad está envejecida y, por desgracia, no hay muchos jóvenes que se quieran dedicar a ejercer de profesores en el futuro. El apasionante camino de la investigación científica que se traslada a la docencia –eso es la Universidad– no es escogido por esos jóvenes porque las administraciones lo han convertido en una carrera de obstáculos exageradamente burocratizada, que no tiene en cuenta la calidad auténtica del aspirante más que por indicios lamentablemente falsificables, y que además lo precariza de tal forma que es irreal pensar en un puesto de trabajo estable hasta aproximadamente los cuarenta años, cuando los mejores años de la vida de una persona ya han pasado.
El problema de la precarización laboral es general en nuestra sociedad, pero en la Universidad se hace más dramático porque la creación de un currículum que permita acceder algún día a un contrato estable exige una dedicación exclusiva muy laboriosa que después no es fácilmente trasladable al mercado laboral no universitario en caso de no conseguirse la estabilización en la Universidad. Esa exclusiva dedicación viene exigida, no tanto por la imprescindible calidad de la investigación, que requiere tiempo y mucho esfuerzo. La realidad es que para obtener un contrato estable algún día, exigen los Gobiernos sucesivas “acreditaciones” que solo se obtienen tras tener un cierto número de publicaciones, estancias en el extranjero o una absurda estancia de dos años fuera de la Universidad de origen para luchar contra la endogamia. Nunca se habrá introducido medida más sumamente inútil a tal fin.
Las “acreditaciones” fueron una bendición a finales de la primera década de este milenio, cuando fueron introducidas. Acabaron en gran medida con la muy antigua corrupción de los catedráticos que colocaban a sus discípulos estableciendo alianzas con otros catedráticos para conseguir el resultado apetecido en los tribunales de oposición. Ese sórdido mundo murió, pero a cambio de haber convertido el acceso a la función investigadora y docente en un nuevo calvario no tan humillante como el histórico, basado en la adulación al catedrático, pero sí centrado en una esclavitud por la burocracia. Se publica, no para crear ciencia, sino para obtener los méritos necesarios para la acreditación. Ello provoca que las investigaciones no sean interesantes, porque solo se enfocan a que el candidato obtenga lo antes posible su mérito para conseguir la ansiada “acreditación”.
Por cierto, existe, no una, sino dos acreditaciones para llegar al primer contrato estable. Ni mucho menos para llegar a catedrático, la máxima categoría, para lo que son necesarias dos acreditaciones más. Y tanta evaluación –burocrática– de los aspirantes para llegar a la supina mediocridad de siempre. No se consiguen mejores catedráticos martirizándolos con burocracia. Habría que conseguir evaluar la calidad de una vez y eso no se hace ni con el actual sistema ni con el antiguo.
Y para ello, hay que volver al pasado. La tesis doctoral, tan vilipendiada últimamente por tantos a quienes se les ha regalado… era y debiera ser EL trabajo que evaluar. Debidamente traducido, podría ser revisado por un par de decenas de profesores nacionales y extranjeros que confirmaran su calidad sin saber quién es el autor. Culminando la evaluación con éxito y con cero burocracia, una persona de unos 30 años, con toda la vida por delante, podría estabilizarse con un contrato indefinido sin haber destrozado su vida en el camino. Tras ello, se le instruiría pedagógicamente en cómo desempeñar la docencia y se incentivaría su investigación con mejoras de sueldo, con la tranquilidad de una estabilidad que le permitiera penar en un periplo de vida personal razonable, sin andar con el agua al cuello. Por cierto, acabar con la endogamia de las universidades, si realmente se desea, es tan sencillo como destinar a los profesores a universidades distintas a aquella en la que estudiaron, pudiendo convertirse un posible retorno, que no debiera imposibilitarse, también en un estímulo para la investigación futura.
Así tendríamos una Universidad de profesores jóvenes, con movilidad y bien instruidos. Lo agradecería el país, porque de rebote mejorarían sustancialmente escuelas e institutos, lo que es esencial para la población. Además, si un Estado quiere pintar algo en el mundo sin tener muchas materias primas, un gran ejército o un gran territorio, o sin convertirse en un paraíso fiscal de sátrapas y otros delincuentes, no posee más opción que generar excelentes científicos.