La semana extraña

El lunes 28 de abril, el gran apagón. El martes 29 de abril, las inevitables secuelas del grave incidente. El jueves 1 de mayo, festivo. El viernes 2 de mayo, muchas instituciones educativas y no educativas haciendo puente. La verdad es que no es muy habitual que ocurra todo esto tan seguido. En todo caso, las circunstancias invitan a pensar en cómo está cambiando nuestra percepción del trabajo y, como consecuencia, la del ocio. Es probable que si a un catalán de los siglos XVII o XVIII le hubieran preguntado "¿Usted, qué es?", la respuesta habría estado asociada a su estamento (militar, eclesiástico, nobiliario, etc.) o bien a la pertenencia a un determinado gremio, que hasta el final del Ancien Régime era la principal forma de asociación civil entre personas. También es razonable pensar que más adelante, en el XIX, el interpelado ya no habría hecho referencia al estamento o al gremio, sino que se habría autoubicado entre los industriales/propietarios, los menestrales o los obreros. Es igualmente probable que, hasta hace poco más de una generación, a la respuesta se le añadiera el nombre de la empresa para la que uno trabajaba: "Yo soy trabajador de Fecsa" (o de La Caixa, o de lo que sea). Hoy, cuando hablo con algún exestudiante y le pregunto qué hace, tanto si tiene una actividad fija y remunerada como si no me responde a menudo con una fórmula que implica una –digamos– identidad desiderativa: "Quiero ir a hacer un segundo máster en Londres", "Estoy intentando cambiar de departamento dentro de la empresa", "Me gustaría aprender francés", etc. Existe la convicción de que el trabajo ya no será una actividad asociada a su identidad personal, porque tendrá unos cuantos a lo largo de su vida. Como subrayó el profesor Carlos Obeso, con quien colaboré en la Encuesta Europea de Valores hace unos años, el trabajo es cada vez más un simple mecanismo de remuneración, no un rasgo profundo de nuestro yo, como ocurría antes. La identidad desiderativa dentro del ámbito laboral apunta a la asunción plena de un mundo cambiante, algo que no significa necesariamente inestable o incluso inseguro. La enorme movilidad laboral de Estados Unidos, por ejemplo, está asociada, con todas las excepciones necesarias, a bajos índices de paro en comparación con los europeos.

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Grosso modo, hay tres viejas mentalidades asociables a nuestra percepción del trabajo. En la tradición judeocristiana el trabajo es, en el sentido literal de la palabra, un castigo (Génesis 3, 19). Hay una segunda tradición contrapuesta que podríamos denominar fáustica, según la cual la actividad humana es una forma de emancipación de nuestra condición animal que puede llegar a transgredir, sin embargo, los límites naturales. En la segunda parte del Fausto de Goethe, por ejemplo, esto se ve con mucha claridad. Por último, existe una mentalidad o tradición –que, para entendernos, podríamos llamar rousseauniana– que considera que el esfuerzo humano fue en sus inicios una actividad emancipadora, pero que acabó transformándose en maldición con la llegada de la propiedad privada. La semana pasada nos inquietó sobre todo el papel que puede jugar la tecnología –la gestión automatizada de las grandes redes eléctricas por parte de la IA, las renovables, las nucleares, etc.– en el futuro del trabajo y del sentido que otorga a nuestras vidas. Nos adscribimos, pues, a la tradición que aquí hemos denominado fáustica. Es decir, acabamos considerando la tecnología como una tentación que conlleva un peligro importante. Pero no era una semana cualquiera, evidentemente: el debate acabó cruzándose de forma más o menos inevitable con los discursos del 1 de Mayo referidos a la realidad del trabajo. También a la realidad del ocio, naturalmente: el 28 vimos y vivimos la casi inactividad forzada de 55 millones de personas. ¿Qué hizo mucha gente a lo largo de esas trece o catorce horas sin luz? No me refiero a los que tuvieron la mala suerte de no poder coger un tren o quedarse atrapados en el ascensor, sino a las personas que estuvieron en su casa sin móvil, ni tele, ni nada. Algunos se dedicaron a arrasar absurdamente en los supermercados: muchos establecimientos se quedaron sin ciertos productos básicos en cuestión de horas, como comprobé en persona al día siguiente. Tal y como ocurrió durante la pandemia, por cierto, la gente acaparó papel higiénico hasta agotarlo.

"Los mediterráneos –decía Lluís Racionero hace muchos años– somos doblemente culpables de la actual crisis europea [se refería a la década de 1980] y del marasmo mundial, porque hemos abandonado la herencia secular del otium cum dignitate ["ocio en dignidad", según la fórmula de Cicerón]". Creo que tenía razón, y la semana pasada fuimos testigos de ello.