El sentido de la universidad: la fuerza de la influencia

En el continuum de acciones abusivas de poder que Estados Unidos viven en los últimos tiempos debemos celebrar una buena noticia: el retorno de la universidad como institución civil influyente. La acción chantajista de la antidemocrática administración Trump ha hecho devolver el sentido original de la universidad, de guiar a la sociedad y ofrecer respuestas a las derivas autocráticas de gobernantes en democracias constitucionales como la estadounidense y algunas europeas. Todos los que dedicamos nuestras vidas profesionales y nuestra vocación de servicio público debemos implicarnos y estar alerta.

Muy simbólicamente, el término universidad proviene del latín universitas, que significa "total", "universal", "del mundo entero". Sin embargo, el término en sus orígenes medievales no designaba el espacio de estudios tal como entendemos las instituciones universitarias hoy, sino aquellas agrupaciones, gremios o sindicatos –es decir, la sociedad civil– que protegían un interés común superior: el oficio de saber. De la idea de institución generadora de conocimiento viene la denominación alma mater: aquella fuerza inmaterial que, por vía del pensamiento y de la ciencia, alimenta y transforma al ser humano.

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Todo empezaba hace un año con la ola de revueltas estudiantiles en contra de los abusos del Estado de Israel en Gaza en la Universidad de Columbia (Nueva York) y propagada por tantos otros centros universitarios del país y de todas partes. Un año después, el cambio de color político en la presidencia pone de relieve que la histórica alianza estado-universidad en Estados Unidos se ha roto a parches después de décadas yendo de la mano. Mediante la coerción contra instituciones como Columbia, Harvard, Cornell y tantas otras, el Estado renuncia al conocimiento. Por consiguiente, dimite liderar el país hacia el futuro y hacia la vanguardia a través de la ciencia y el pensamiento, como había hecho desde la Segunda Guerra Mundial.

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Pero sólo el poder de la influencia puede batir el poder de la coerción. Esta es la lección que nos llevamos del conflicto, aún abierto, entre el gobierno de Trump y Harvard, que la semana pasada tardaba menos de 72 horas en dar calabazas a las peticiones de la gente de Trump y esta semana ha denunciado a la administración por haber violado el estatuto autónomo de las universidades. Tras el argumento de la lucha contra el antisemitismo, los funcionarios gubernamentales exigen decidir sobre la política de contrataciones y admisiones internacionales, eliminar cualquier programa que favorezca la tríada DEI (diversidad, equidad, inclusión) y tener peso en las decisiones curriculares, como ya intentó hace más de medio siglo el senador Joseph McCarthy.

¿Pero quién tiene el poder de ejercer la influencia con un simple no? Contra las exigencias de un gobierno autocrático como el de Trump, que hace y deshace en todo el mundo con una soberbia inaudita, sólo una universidad de 389 años de historia, con más de 100 premios Nobel y cientos de profesores firmantes de un combativo escrito en defensa de la libertad académica. La influencia, que para el sociólogo Max Weber consistía en ser motor de comprensión y acción social, sólo la ejecutan en libertad los privilegiados como Harvard. Muy pocos son los que, mediante factores intangibles como la cultura, la ejemplaridad institucional o la autoridad moral, modulan la acción social incidiendo en las decisiones de los individuos y se convierten en espejos para el mundo.

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Desde el pasado lunes ya se han añadido a la resistencia otras instituciones de referencia, como Princeton, el MIT y Columbia –esta última pocos días después de arrodillarse ante Trump–. No es casual que sean cuatro de las universidades más ricas del mundo, con robustez financiera casi insultante que les permite renunciar a los millones de dólares bajo amenaza de la administración Trump. Harvard, la universidad más antigua y prestigiosa del país, es también la más rica del mundo, con un presupuesto superior al de casi 100 países del mundo, de más de 53.000 millones de dólares, y sobre todo con una poderosa red de antiguos alumnos o alumni, la gran mayoría miembros de una élite económica y social que perpetúan su capacidad financiera. Pero la exclusividad empodera, como su propio nombre indica, está al alcance de una poderosa minoría.

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Detrás de esta capacidad de ejercer la influencia hay un círculo virtuoso –y vicioso a la vez– entre dinero, elitismo bienpensante y modelo privado en el sector educativo. Así es como Harvard, siendo una universidad más acostumbrada a producir presidentes que a desafiarlos, reanuda su estatus de factor influyente iniciando un camino de cambio. Desgraciadamente, éste se espera con cuentagotas, porque si bien el acceso a la influencia le ha dado históricamente la tradición, en la contemporaneidad los recursos económicos de los que la gran mayoría no dispone son el elemento negociador.

Pero desde el mundo académico no podemos poner excusas. La solidaridad, la unión y la solidez en defensa de la función universal y para el mundo entero que la universidad ha realizado desde hace mil años en la tradición occidental son innegociables y un factor de fuerza hoy más efectivo que hace unos meses. En un tiempo de mercantilización del conocimiento en la forma de skills y know-how, la amenaza totalitaria renueva el sentido inicial de aquellas universidades de las ciudades medievales europeas: proteger el conocimiento y la tradición entre todos los grupos sociales y gremios. Está en nuestras manos.