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En la vida personal, me molestan la coherencia inmaculada, la previsibilidad, los hábitos demasiado regulares, incluso la fiabilidad. Me gusta el azar, improvisar, sorprenderme, cambiar de opinión, dudar, contradecirme, un velo de magia poética, confundir pasión e ideas. Me inquietan el orden y la previsión, los que se toman demasiado seriamente, la falta de ironía. En el ámbito político, me pasa exactamente lo contrario. Me saca de quicio la magia, la falta de profesionalidad, la épica heroica, la improvisación, las bromitas, la sentimentalidad, los altibajos, los cambios de guion repentinos, la absurdidad. Busco (y no encuentro) seriedad, orden, credibilidad, fiabilidad. 

Me parece que la confusión entre estos dos planos se ha instalado entre nosotros con una sorpresiva naturalidad. La vida pública se ha convertido en un esperpéntico espectáculo familiar amateur, de selfies y proclamas caseras, como de comedor de domingo por la tarde. Y al mismo tiempo, la vida privada, privados de sociabilidad creativa, está cayendo por la pendiente del aburrimiento más serio, anodino y gris. Me temo que este cambio de papeles nos está haciendo perder los papeles. A los políticos, a los jueces, a todos.

Ya hace tiempo que añoro un cierto aburrimiento político (y judicial): analizar presupuestos detallados y las intenciones que esconden; hacer (e interpretar) leyes para solucionar problemas, no para crear unos nuevos; abordar cuestiones concretas que afecten a los negocios y los hogares... Basta de sorpresas, ¡por favor! ¿Cuándo volveremos a tener servidores públicos que prioricen el servicio público? Tras el espectáculo lamentable en el que vivimos, en realidad no hay confrontación de ideas ni casi de estrategias, sino pereza de pensar y de decir lo que piensas, cobardía mental, por no hablar directamente de estúpidas mentiras piadosas repetidas hasta la saciedad a la parroquia de los convencidos. Así, claro, no salimos del círculo vicioso de las propias impotencias. 

En casa, que cada cual haga y diga lo que quiera. Ya os lo he confesado: soy de no saber si voy o vengo. No me gustan los caminos rectos, prefiero perderme de vez en cuando, soñar despierto. Pero en los asuntos colectivos, la cosa no funciona así. Somos muchos y muy diferentes, y nos tenemos que entender de alguna manera. No hay más remedio que poner las cartas sobre la mesa, cada cual las suyas, y jugar una partida con reglas pactadas y duraderas, evitando así que unos terceros (los jueces) nos arruinen el juego. El cambio de reglas también se tiene que consensuar. Esto es la democracia, el parlamentarismo, la participación ciudadana, la colaboración público-privada, el mercado regulado, etc. El populismo, en todas sus versiones duras o blandas, globales o castizas, es todo lo contrario: es querer caer bien, es hacer castillos en el aire, es prometer paraísos, es no arremangarse en el día a día, es dejar que los problemas se pudran, es buscar culpables fáciles, es rehuir toda autocrítica, es la épica fake. Es, en fin, la incoherencia hecha norma: un día digo una cosa y al día siguiente la contraria, y me quedo tan ancho. 

Ahora mismo nadie sabe cuándo se harán las elecciones. En todo caso, cuando se hagan, analizaré a los candidatos en función del grado de aburrimiento y seriedad. Cuantas menos sonrisas y menos lágrimas, más puntos. Cuantas menos promesas, más puntos. Cuantas menos simplificaciones, más puntos. Las selfies y los tuits restarán mucho. Las ocurrencias ingeniosas también cotizarán a la baja. Las proclamas grandilocuentes prácticamente descalificarán. La piel de gallina –la emocionalidad– hundirá a mis cansados ojos a los candidatos que la practiquen. La política no puede ser un gallinero. Tendría que ser una cosa más formal y aseada. Es el lugar donde los ideales se aterrizan y se intentan llevar a la práctica, es el lugar donde se habla y se pacta, el lugar donde se gobierna para los amigos y los enemigos. Tendríamos que ir volviendo a este lugar, si puede ser. 

Ignasi Aragay es el director adjunto del ARA

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