Siglos de barbarie

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Las manos de una víctima de violencia de género.

Es una niña. Calla. Es un amigo de su padre. Es su tío. Su abuelo. Su padre. Calla. Es una niña. Ni siquiera puede contarlo. No sabe. No tiene las palabras. No ha tenido tiempo de aprenderlas. Solo tiene ese cuerpo. Maldito cuerpo que quieren y tocan y arañan y destrozan. Cuando aprenda las palabras no podrá decirlas. Quedará encerrada en el silencio. En la vergüenza. No formará parte de ninguna estadística. Las voces calladas son mayoría.

Es un niño. Cuando está solo es educado y respetuoso. Lo parece. Cuando está con sus amigos se transforma. Una niña ha topado casualmente con él. Entonces el grupo actúa. Es su oportunidad. Él, con los demás, la obliga a hacerles felaciones mientras le escupen y la maltratan. La sociedad se hace preguntas. Como si la violencia fuera un brote esporádico y no estuviera arraigada. Como si los adultos fueran buen ejemplo.

Es una mujer. En las redes la han matado, violado, vejado y torturado miles de veces. Dice lo que piensa. Lo argumenta. En la calle la han insultado, amenazado, agredido. Ha cambiado de casa. De ciudad. Ha salido de las redes. La han silenciado.

Es una adolescente. No sale de casa. Ni de la habitación. No se ducha. No se peina. No come. En pocos días ha adelgazado tanto que sus padres no la reconocen. Ella ya no se reconoce a sí misma, tampoco. Se da asco. Si no hubiera salido esa noche todavía tendría la posibilidad de quererse.

Es una mujer. Se ha enamorado. Viven juntos. Ella tiene una hija de seis años. Él la viola hasta que tiene dieciséis. Está en prisión. Por poco tiempo. Cuando salga nadie pensará en ellas.

Es una guerra. Los soldados entran en las casas y cogen a las mujeres y las niñas. Las violan a todas. Muchas se quedan embarazadas. Nacerán niños de sus vientres doloridos y tristes. Nacerán criaturas de sus vientres de criaturas. Ellos estarán en otra guerra. Entrarán en las casas y cogerán a las mujeres y las niñas. En todas las guerras. Vendrán otros a salvarlas. Les darán comida a cambio de una nueva violación.

Es una mujer. Ha atravesado el mar y ha sobrevivido. A cambio, la nueva tierra le ofrecerá un prostíbulo en el que pagar la valentía de sobrevivir.

Es un hombre. Le dice que se matará si lo deja. Ella no quiere ser responsable. Pero lo deja igualmente. Ya no puede. Él se mata. Pero antes la mata a ella. Le clava dieciocho cuchilladas. También a su hermana, que intentaba auxiliarla.

Es un hombre. Cuando se conocieron era cariñoso. De vez en cuando le miraba el móvil pero bromeaba. No le dio importancia. Tampoco cuando se enfadaba si salía con sus amigas. Tuvieron dos hijos. Era buen padre. Se separaron. Después del fin de semana que las criaturas se quedaron con él no volvió a verlas nunca más. Las encontraron enterradas a las seis semanas en un descampado.

Es una mujer. Acepta como inevitables los instintos primarios. Diría que le gustan. Tiene clarísimo que si no bebes no te violan. Pero si los pones calientes y vas provocando, ellos, pobres, hacen lo que tienen que hacer. Eres tú la muy puta que los incitas. Y después, encima, vuelves a casa llorando. Y los denuncias. Les arruinas la vida a ellos y encima pretendes que te traten a ti de víctima. No le extraña que los hombres estén tan desorientados y confusos.

Es un hombre. Sale en los medios de comunicación. En todos y muchas veces. Repite incesantemente que la violencia machista no existe. Es un invento de las feministas, esas locas feas y lesbianas que odian a los hombres. Se presenta a las elecciones. Lo votan. Gana. La violencia no tiene género. Insiste. Gobierna. Contra las mujeres. Otro siglo perdido. En todo el mundo.

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