

Cada época posee un modelo predominante de individuo, marcado por un perfil ideológico y estético. A finales de los años 60 y durante los 70 nos liberamos alegremente del corsé religioso y combatimos la dialéctica de la guerra fría nuclear: marcaba la pauta el "haz el amor y no la guerra". Cayeron corbatas, las faldas se acortaron. Miramos a Oriente con curiosidad espiritual. Había apertura mental y optimismo ambiental. Creíamos en el progreso. Se quería hacer sitio para todos en el festín de un capitalismo a reformar, de unas clases sociales para igualar, de una libertad para expandir. La cosa no fue exactamente así, claro.
Medio siglo después, el vuelco es de campeonato. Lo habíamos ido intuyendo desde la revolución conservadora de Thatcher y Reagan, demócratas de orden. Con el narcisismo egopolítico del desatado tándem Trump-Musk, el salto ideológico ha sido fabuloso. Ya no queda ninguna duda del nuevo paradigma: el derecho a hacerse rico ya ejercer descarnadamente el poder que te otorga. La democracia está en venta y la están comprando unos hooligans de la libertad. Borges ironizaba sobre aquellas traducciones perfectas en las que uno sospecha que el original es infiel a la traducción. Pues eso: Thatcher y Reagan han quedado como originales fake. Trump y Musk son obscenamente ricos y están dispuestos a hacer y deshacer a placer. Saben que nada les penalizará, tanto si giran el estado de derecho del revés como si revuelven la geopolítica e ignoran la crisis climática. Y la misma ironía borgiana podemos aplicarla a los neonazis Weidel y Kickl. La brutalidad del Hitler original ha sido reescrita para suavizar sus formas y asegurar su fondo: odio a la diferencia.
Como decía Rafael Argullol el pasado domingo en ARA, el triunfo del capitalismo es tan abrumador que la misma palabra ha desaparecido del lenguaje habitual. Directamente todo el mundo quiere ser millonario y dejar de trabajar. Este es el horizonte íntimo universal, al que responden los liderazgos antipolíticos (anti bien común, anti bien público, anti consenso social, anti regulación del mercado, antiestado) de Trump, Milei y la ultraderecha europea. También podríamos describirlo como un despotismo ilustrado por supuesto sin Ilustración y con su clásico lema reinterpretado: todo para el pueblo, pero... contra el pueblo. Y mira por dónde el pueblo, decepcionado con todo, desesperado, los vota igualmente. Claro, el pueblo venía de la altiva izquierda bien instalada, la de los intelectuales razonables y moralizantes que desde el trono proclamaban que "el dinero no hace la felicidad". Y el dinero se iba concentrando en manos de unos magnates sin límites, reyes de la imprudencia, que se han hecho dueños de todo, relato incluido.
El ideal socrático del sabio austero se ha esfumado. También el del político pragmático razonable. Con Dios muerto y enterrado, con las utopías sustituidas por distopías, con las ideologías revolucionarias desacreditadas, con la catástrofe climática a la puerta de casa con incendios y inundaciones, sólo queda el dinero como horizonte de salvación y la versión más rudimentaria y maltrecha de patria como anclaje de la tribu. No una patria-cultura o una nación de ciudadanos, sino una patria-muro beligerante, una nación forjada contra los enemigos externos e internos. Ésta es la precaria felicidad que perseguimos a ciegas: cartera y bandera excluyentes.
La ultraderecha del ultraindividualismo, el autoproclamado capitalismo libertario, es una ventolera huracanada que se lo está llevando todo por delante. Como aquellas tramontanas invernales que duran y duran, te hielan el espíritu, te cierran en casa y te nublan el entendimiento. Quizás la buena noticia es que al final, cuando la tormenta amaine, volverá a salir el sol y con la calma del paisaje desolado reencontraremos la belleza antigua. Tras la peste negra vino el Renacimiento. Entonces, un día nos miraremos a los ojos los unos a los otros para construir juntos un futuro mejor. Quizás. Sólo quizás.
Pero ahora mismo, metidos en este remolino de miedo y fatalismo, en el que la esperanza se ha convertido en un asunto estrictamente privado, personal, intransferible y monetario, da miedo ver qué dicen y qué pueden llegar a hacer los que mueven los algoritmos de la comunicación en nombre de una falsa libertad y se han hecho suyos los despachos del pueblo: hooligans de una democracia a la deriva.