Lo ha hecho, ha confesado unos hechos que no ha cometido. Peor todavía, ha asumido pagar una cuantiosa indemnización por la reparación de los daños de una furgoneta policial que no ha dañado y una indemnización por las lesiones de un agente que se cayó mientras lo golpeaba para detenerlo. Esta decisión duele en el alma de cualquiera: defender la propia dignidad y la verdad, o claudicar y comprar seguridad. Esta confesión engrosará las envenenadas estadísticas que el día de mañana serán usadas para demostrar que el sistema funciona: los cuerpos policiales redactan atestados, la Fiscalía y las acusaciones particulares sostienen acusaciones en base a estos atestados y, finalmente, se dicta una sentencia que cierra el círculo y valida todo el engranaje. Una vez cerrado el acuerdo, se hará un juicio, denominado de conformidad, que se reduce a que las acusaciones rebajan la pena para asegurar un no ingreso en prisión, a cambio de la admisión de los hechos y de la pena por parte de la persona encausada. Nuestra confesión servirá para demostrar que los agentes policiales detuvieron a quien correspondía, que la Fiscalía y las otras acusaciones también acusaban a quienes correspondía y que la sentencia ha condenado a quien era culpable. ¿Qué muestra más indudable hay que una confesión para demostrar la culpabilidad de alguien?

Quienes nos dedicamos al derecho penal antirepresivo estamos asistiendo a un doloroso fenómeno que podríamos denominar de suicidio procesal colectivo. Muchos de los jóvenes que fueron detenidos en las protestas de octubre del 2018 y del 2019 están optando por admitir hechos, aunque no sean ciertos o sean parcialmente ciertos. Esta decisión no es un absurdo, sino que ha sido impulsada por el sistema. Por un lado la sentencia del juicio del Procés ha roto la confianza de una gran parte de la ciudadanía en la imparcialidad del sistema judicial. Junto con esto, los medios de comunicación han divulgado las peticiones de prisión de algunos de estos jóvenes. El resultado es que los encausados y sus familias no quieren arriesgarse a ingresos en prisión que romperían sus proyectos vitales y optan por el pragmatismo, puesto que ni su inocencia ni la mejor de las estrategias de defensa les puede asegurar una absolución.

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La reforma del Código Penal de 2015 y sus potenciales consecuencias pasaron inadvertidas en su día. Una de sus perversas novedades fue la incorporación de una modalidad agravada de delito de desórdenes públicos, que prevé varios supuestos como el hecho de ir con el rostro cubierto, llevar objetos peligrosos o realizarse en manifestaciones concurridas, que conlleva una pena de 1 a 7 años de prisión. Si a esto le añadimos unos eventuales delitos de daños, de atentado a la autoridad y de lesiones, aunque sean leves, las penas pueden llegar a equipararse con las de un homicidio. Este delito no se había estado empleando hasta la fecha pero la Fiscalía empezó a usarlo en estas últimas manifestaciones, consciente de la presión que esto supone sobre los encausados. La Fiscalía no es la única protagonista de esta dinámica. La Generalitat, en nombre del departamento de Interior y de los agentes de los Mossos d'Esquadra, es la que condiciona el cierre del acuerdo al pago íntegro de las indemnizaciones por lesiones y por los desperfectos en el arsenal policial.

Esta situación está colocando en un callejón sin salida a muchos encausados. En el caso de las manifestaciones del 2018 y 2019, muchos encausados eran muy jóvenes y está siendo su primera experiencia represiva. El sistema está configurándose de forma que solo las personas con trayectoria política y amplio apoyo social podrán asumir el riesgo de atravesar un procedimiento judicial represivo. El resto de personas anónimas no podrán asumir la inmolación de defender sus derechos. La rabia derivada de confesar hechos no cometidos, junto con la progresiva desconfianza hacia las instituciones, puede marcar a una generación. Como sociedad no nos podemos permitir que el abuso y el temor representen a nuestro sistema judicial. El Govern de la Generalitat no puede seguir formando parte de este entramado represivo y a la vez pretender seguir reivindicando un modelo de país fundamentado en los derechos.

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Laia Serra es abogada penalista