En la tienda de uñas

Entra en la tienda de uñas, cuyo nombre es divertido –en castellano, claro– y que hace referencia al mal nombre que puede tener una madrastra maléfica, con uñas rojas como si acabara de arrancarle el corazón a un pollo. "Ayer estuve plantando guisantes", se excusa. Lleva las uñas "de luto", que decían antes: se lo había oído decir a los abuelos, cuando se iba enchufado. "¿Podría sólo arreglarme un poco?", pide. Y la trabajadora, Yoli, le dice que sí, que por supuesto, pero que primero tendrá que apuntarla. Ha sido escolarizada en catalán y le habla a la perfección. Los padres enseguida lo hablan, son ecuatorianos. Ella vino a vivir a Cataluña a los nueve años. Vive en Hospitalet, y para ir a Barcelona, ​​explica, coge metro hasta la zona universitaria y entonces autobús. Está una hora, entre todo.

–Oh, ¡qué manos más estresadas! –le dice Yoli.

Y acto seguido le pregunta si querrá crema con perfume floral, cítrico o lácteo. La mujer lo elige cítrico y Yoli lo celebra. Le pide que se quite el anillo y, por la sonrisa de la mujer, entiende que debe ser caro. Le empieza a acariciar las palmas, y la otra, como los gatos, se abandona. Sus manos encima de las de ella, ruido de tuercas de tapones que se abren, el raso raso del limón. "El limón te lo podrás quedar, porque siempre utilizamos material reutilizable", explica, como si le diera una sorpresa, Yoli. Ella sonríe. "¡Pues qué bien!", exclama, complacida por la alegría, tan pura, de la chica. Y acto seguido, sin poder evitarlo, aplasta a llorar. "Perdona", somica. "Es que he tenido una noche difícil...". Yoli mueve la cabeza. "A muchas os ocurre", hace. "Una pelea con tu marido, ¿verdad?" Le pulsa, uno a uno, los dedos. "Ni eso. Si nos hubiéramos peleado... Pero por no oírme se ha ido de casa", hace, con labios de tortuga resignada. "¿Me puedo secar los ojos?" Y Yoli dice: "Aún no. Yo te los seco, espérate".