¿El trabajo o la vida?
Con las vacaciones es cuando nos planteamos si tiene sentido tanta dedicación laboral en el año. ¿Es vida esto que tenemos?, nos preguntamos. ¿Qué es más importante, el trabajo o el tiempo para nosotros, para amigos y familia? ¿Nos podríamos organizar mejor? La presión social para el triunfo profesional, el afán de ganar dinero –que a menudo después no tenemos tiempo para gastar–, la tecnología que nos permite llevar siempre el trabajo encima, la precariedad laboral que obliga a muchos a hacer más horas que uno reloj, el miedo a perder el puesto de trabajo, la condición de autónomo autoexplotado... Hace tiempo que el trabajo ha reconquistado espacio y tiempo en nuestras vidas.
La disyuntiva entre trabajo y vida no tenía sentido en el mundo rural de antaño. Iban de la mano, bien entrelazadas. A trabajar se aprendía de pequeños, ayudando en las tareas más diversas: en la cocina, en los establos, en el huerto y en los campos. Los niños siempre han querido hacerse mayores temprano, siempre han aprendido imitando a los adultos. La escolarización, tan necesaria, consolidó nuevas formas de aprendizaje fuera del vallado familiar, aunque a menudo a labrador, en épocas de mucho trabajo, los hijos no iban a estudio. Pero saber de letras acabó convirtiéndose en un preciado bien. Los que se esforzaban acababan teniendo trabajos mejor pagados y no tan duros como lidiar con animales o con el terrón. Progresaban. A menudo se marchaban a ciudad.
Es en la ciudad, en la época industrial, cuando el tiempo de trabajo se pasó a medir con el reloj. El trabajo en torno a las máquinas se convirtió en colectiva y pedía organización. La electricidad hizo que la luz solar ya no rigiera tanto nuestros quehaceres diarios. A diferencia de las labores del campo, la meteorología también dejó de ser la pauta que marcaba el ritmo del trabajo. Todo esto llevó a una progresiva separación entre tiempo propio y tiempo laboral. El trabajo fue regulando hasta llegar a la conquista sindical de la jornada de ocho horas. El mundo preindustrial de la artesanía y el campesinado, en el que costaba separar trabajo y fiesta, iba quedando atrás.
Hoy, vía internet, móvil u ordenador, la frontera entre trabajo y vida se ha vuelto a difuminar. El teletrabajo hace que el hogar sea también nuestra oficina. En función de la responsabilidad y capacidad de organización de cada uno, la frontera entre el tiempo laboral y el personal se ha hecho porosa. Se puede llegar a almorzar contestando mails y whatsapps. Puedes estar con la pareja y los hijos mirando de reojo el móvil del trabajo, que no deja de emitir mensajes. Es lo mismo que ocurría en el mundo rural antiguo, que, por otra parte, asociamos a una visión idílica falsa. En ciudad o campesino, el resultado ahora es un multitarea estresante, una creciente fatiga mental y física, con las consiguientes crisis de ansiedad, pareja y familiares.
¿El trabajo o la vida? La pregunta vuelve a ser pertinente, como un derivado de ese juvenil y festivo «¿trabajas o estudias?». Hoy quien tiene trabajo trabaja (mucho), no paramos de estudiar (debemos formarnos permanentemente) y vivimos (como podemos), todo sin solución de continuidad, en un totum revolutum de gestión personal complicada. Los trabajos cualitativos, creativos y en algunos casos bien pagados son los menos acotados por un horario. Y al mismo tiempo conllevan la obligación no escrita, pero muy asumida, de promocionarse en las redes sociales, lo que requiere un tiempo de dedicación extra. En contraste, las tareas que tienen un horario marcado suelen estar poco retribuidas y ser socialmente mal valoradas.
Un estudio ha demostrado que el control de fichar en el trabajo, establecido hace cinco años en España, no ha terminado con las horas extras no retribuidas. La presión (y autopresión) por el éxito laboral es creciente: Byul Chul-Han habla del capitalismo del rendimiento y la autoexplotación vendida como realización personal; y del ocio del consumo. «El trabajo te hace libre», decía el lema en la entrada de los campos de exterminio nazis. Para el mundo judeocristiano era una condena: ganarse el pan con el sudor de la frente. Para Marx, una fuente de libertad y justicia. ¿Y para nosotros? Como Kafka, hemos terminado teniendo una relación obsesiva de amor-odio con el trabajo.
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