Trump, Bukele, Milei y otros gestores del desastre

Escenificaciones. Donald Trump es, de nuevo, la estrella del espectáculo. Imparable en las primarias republicanas, vuelve a imponer los temas y el tono de la campaña, en los suyos y en la Casa Blanca, incapaz de vender los buenos resultados económicos y obligado a hablar de inmigración. Trump sigue siendo referente e inspiración de una derecha radical movilizada en el continente americano de norte a sur. Bastaba ver la peregrinación a la convención conservadora que se celebró, el pasado fin de semana, cerca de Washington. Una conferencia política que el presentador Jimmy Kimmel describía, en su late night, como "un quién es quién de quienes no aceptarán los resultados de las elecciones". Es el encuentro más destacado del calendario político conservador, y hace ya tiempo que se ha transformado en un escenario privilegiado para Trump. La escenificación más clara de su control sobre el Partido Republicano.

Figuras destacadas de la derecha radical transatlántica han desfilado para mostrar su acatamiento y admiración. Un abrazo efusivo con Javier Milei; fotografías con Santiago Abascal y Nigel Farage. Y gritos de I love you para el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, cuando salió al escenario.

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Los republicanos siempre han sido más hábiles fijando el marco de la discusión política pública en Estados Unidos. Sin embargo, la onda expansiva del trumpismo va más allá. De la agenda política a la manipulación retórica. Por eso un expresidente acusado de cohecho y de atizar una insurrección contra el traspaso democrático del poder, como Donald Trump, se presentaba a la convención como un “orgulloso disidente político” víctima de “juicios estalinistas”, después de días de comparar cese con Aleksei Navalni. O el anarcocapitalista Javier Milei, presidente de una Argentina empobrecida, clamaba contra “los cantos de sirena de la justicia social”.

Crisis. Son los representantes electos de los miedos de un continente. Gestores del desastre. Hay una crisis de inseguridad real. Palpable en las cifras oficiales y en las calles. Las 8 ciudades más violentas del mundo están en Latinoamérica. Tráfico de personas, narcotráfico, tráfico de recursos minerales y de armas, de explosivos para la minera ilegal... El crimen organizado es transnacional y ya se infiltra en países hasta hace poco ajenos a estos niveles de violencia, como Argentina o Costa Rica.

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El recurso a las políticas de mano dura se impone. Se calcula que unas 75.000 personas fueron detenidas en El Salvador en virtud de las medidas de emergencia impuestas por un Nayib Bukele que acaba de revalidar mandato. Amnistía Internacional ha criticado la "sustitución paulatina de la violencia de las bandas por la violencia de estado" en este país, y varios grupos de derechos humanos han denunciado que miles de personas han sido encarceladas arbitrariamente durante la campaña de Bukele contra las bandas.

Fracasos. Populismo punitivo y discursos de ley y orden, pero que han logrado detener la sangría de la violencia allí donde el Estado había fallado. Por eso crece la indiferencia en América Latina respecto al régimen político que gobierna, y apenas uno de cada tres latinoamericanos se declara satisfecho con la democracia.

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El capital ilícito ha penetrado, a la vez, las economías y las instituciones de unos estados que ya eran débiles y, ahora, aún más. La debilidad de las élites queda bien retratada con las cifras que recogía el último latinobarómetro: 21 presidentes condenados por corrupción en los últimos años; 20 presidentes que no finalizaron su mandato; un tercio de los presidentes elegidos, desde que se inició la llamada “tercera ola” de democratización, a mediados de los 80 del siglo pasado, han transgredido las reglas para poder volver a presentarse. Los personalismos se han comido a los partidos políticos.

“En Perú no hay partidos políticos, solo hay grupos de intereses”, me dijo hace tiempo el ingeniero de una empresa de hidrocarburos en el norte de Lima. Un país al que el 94% de las personas involucradas en alguno de los grandes casos de corrupción denunciados en todos estos años están conectadas.

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Lo que se reclaman son soluciones. Y la tentación de aferrarse al carisma provocador y las promesas de ruptura con la oficialidad que les ha fallado es demasiado grande.