Pensar es cosa de traidores

¿Fobia al turismo? A los expats? ¿A los inmigrantes? Hay turistas educados y respetuosos (vosotros mismos hacéis turismo, ¿verdad?), expats con voluntad de integrarse (seguro que tenéis algún familiar que vive en el extranjero) e inmigrantes sin los que no saldríamos adelante (¿quién os cuida a los familiares dependientes?). El miedo y/o fobia al extranjero, así en genérico, es un túnel sin salida. Ahí anida el odio a la diferencia. Una cosa son los problemas estructurales –vivienda, inseguridad, pobreza, tensión de los servicios sociales, etc.– y otra muy distinta las personas. Si en vez de mirar a los colectivos nos fijamos en los individuos concretos –vecinos, amigos, compañeros de trabajo, tenderos, conocidos o saludados–, nuestra percepción se humaniza. El otro pasa a tener un rostro conocido.

La fobia y el miedo a los musulmanes, a los españoles, a los catalanes, a los futboleros, a los gays, a los pijoprogres, a los gabachos, a los buscadores de setas, a los urbanitas, a los camioneros... ¡yo qué sé! Son peligrosas válvulas de escape. Sin taxonomías no podemos contarnos colectivamente, pero reduciendo la sociedad a etiquetas nos hacemos un mal servicio. Si miramos a los ojos, si nos hablamos, la cosa cambia radicalmente. En la distancia corta sin prejuicios está la clave de la tolerancia. También en la distancia corta se encuentran los problemas de convivencia, claro.

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Sin rehuir las dificultades palpables, la cuestión es tener los pies en el suelo con un mínimo de empatía y humildad, con ganas de entenderse, metiéndose en la piel del otro. Escuchar antes de juzgar y culpabilizar de nuestros males a unos seres anónimos que, mira por dónde, son sospechosamente parecidos a nosotros, movidos por los mismos deseos: ganarse la vida, tener amigos y familia, tratar de tocar una brizna de felicidad.

Lo que hacen los políticos de la nueva derecha populista, con Trump como punta de lanza, y Milei, Ayuso, Abascal, Orriols y etcétera de esforzados aprendices, es exactamente lo contrario: señalar a colectivos, predicar la desconfianza –el presidente estadounidense lo ha dicho abiertamente: "Odio a mis enemigos"–, polarizar la sociedad entre buenos y malos, incendiar la convivencia. Nos quieren emocionalmente fanáticos a su lado o atemorizados al otro lado. Que reaccionemos desde las vísceras. En la bronca son imbatibles. En la simplificación, el insulto y la mentira, siempre ganan.

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Cogen un problema –y ciertamente tenemos muchos, y muy reales– y lo exageran y distorsionan con una sensacional habilidad. A menudo, lo devuelven como un boomerang hacia las víctimas o hacia quienes lo denuncian. Las ONG son ahora las causantes de la pobreza, la ONU es la culpable de las guerras, Zelenski no debería haber provocado a Putin, las mujeres empoderadas son feminazis, los inmigrantes se están haciendo ricos a nuestra costa, los defensores de las instituciones democráticas quieren cargarse la libertad, el catalán está poniendo en peligro la supervivencia del castellano... En fin, el mundo al revés.

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¿Cambiar de opinión? ¿Aceptar otra verdad? ¿Ceñirse a los datos y a los hechos? ¿Buscar puntos de vista diferentes? ¿Dudar? ¿Contrastar? ¿Pensar por uno mismo? ¿Informarse a fondo? A muchos les da miedo. Y pereza. A veces también vergüenza. Optan por no complicarse la vida. Nada de cambiar: te agarras como sea a una supuesta coherencia inmutable y fuera inquietudes. La corriente es muy fuerte como para ir contra ella. El refugio es sencillo: ya me va bien malhablar de los bonistas woke ("Son unos ingenuos"), de los políticos ("¡De todos!"), de los intelectuales ("Venga a pontificar sin arremangarse"), de los turistas ("Yo intento viajar menos, he he"), de los inmigrantes ("De los ilegales, ¿eh?"), de los musulmanes ("¡Unos talibanes!"). Todo esto son likes en las redes sociales.

Hasta no hace mucho razonar y cambiar de opinión era de sabios. ¿Lo recordáis? Hoy, según los aprendices de brujo de la antipolítica ultra, es cosa de débiles, de pusilánimes y de traidores. Nos asedian a gritos porque no nos movemos del círculo cerrado de sus verdades simplistas e incontestables: ¡fuera extranjeros! Y punto. Nos están acostumbrando a toda velocidad a barbaridades tóxicas e inauditas. Este extremismo sin freno sí da miedo. Mucho.