TwitterCat: un país (demasiado) pequeño

Internet tiene la capacidad de diluir fronteras, de crear un espacio mental compartido que parece anular la corporalidad. Esta capacidad de trascender la materia tiene algunas ventajas claras: Twitter ha hecho casi tangible, y de alguna manera ha fortalecido, a la comunidad de los Països Catalans. Pero la cultura de la confrontación que reina en la red también pone a prueba nuestra cohesión como grupo (en peligro de extinción).

La división social no es fácil de eludir. Lo explica muy bien Marta Rojals en Primavera, verano, etcétera: "La Ralla divide calles y casas, hace frontera de pedazos y caminos. Si tiene que partir una familia por medio, la parte por medio". Rojals habla de "las rendijas de la guerra", tan invisibles como difíciles de cerrar. Y si bien es cierto que los contextos cambian, también lo es que existen dinámicas que parece que siempre sigan vigentes. Esta tendencia a la escisión se llama ahora polarización, una palabra que está de moda entre politólogos y sociólogos. Para intentar entender la aparente radicalización de las opiniones, en 2022 se publicó en Estados Unidos el primero índice de polarización, donde están recogidos los temas que despiertan más controversia. También aquí las polémicas son interminables: de la crisis climática en la lengua o los resultados del informe PISA. Siempre hay algún tema al rojo vivo en Twitter. Pero la red no es sólo un espacio de debate, sino el lugar desde el que señalar y dejar en evidencia a los demás. Los del otro lado/bando. Las redes, sin lugar a dudas, contribuyen a polarizar las opiniones de los usuarios (en el ámbito digital somos usuarios, más que ciudadanos). Es más, buscan promover la polarización: todo el mundo quiere sacar rédito de las opiniones más provocadoras y las trifulcas dialécticas, que aumentan el encaje.

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En un vídeo difícil de encontrar en YouTube, el creador de Twitter explicaba el funcionamiento de la red en 2006. Jack Dorsey tenía entonces 123 amigos y 90 seguidores y el timeline de lo que ahora debemos llamar X llevaba por título “Lo que tú y tus amigos hagáis (24 h)”. Aquella red de colegas empezó a crecer exponencialmente hasta convertirse en el ágora digital donde ahora tiene lugar "la conversación global". En 2019, casi trece años más tarde, Jack Dorsey se veía obligado a dar explicaciones en una entrevista: el descontento social con la red en Estados Unidos iba en aumento y había que calmar a la opinión pública. Dorsey reconocía haber tomado malas decisiones –como la del énfasis descarado en la lucha por la atención y los seguidores–, pero evitaba contestar a cuánta gente trabajaba moderando el abuso y el acoso. Eso sí, se comprometía a tomar medidas para promover conversaciones respetuosas. A pesar de las buenas intenciones, las dinámicas de Twitter se habían enquistado tanto que Dorsey prefirió desentenderse y poner su creación en manos de Elon Musk. La deriva ya la conoce: las conversaciones –globales, locales, grupales– son cada vez más hirientes. Ya se entiende que el espíritu de Twitter es socarrón, puntiagudo, propenso a un cierto escarnio ingenioso, pero de ahí al linchamiento público va un buen trecho.

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En 1980, George Lakoff y Mark Johnson publicaron Metaphors we live by, un libro que se ha convertido en un clásico. En el estudio, el lingüista y el filósofo identifican las metáforas cotidianas que influyen en nuestra forma de actuar. Una de las metáforas conceptuales que analizan es la que evidencia que una discusión es una guerra (“tu posición es indefensable”, “me atacó con unos datos irrefutables”). La metáfora del debate como batalla dialéctica nos hace ver al otro como oponente, nos hace querer ganar. Si esto ya iba así antes de Twitter, ahora somos más esclavos de la metáfora que nunca: afrontamos las discusiones digitales bien ancladas en el belicismo. Aunque a menudo no podemos cambiar la opinión del otro, siempre podemos torpedearlo ante todos (cualquier opinión, esta mi incluida, tiene una línea de flotación golosa). Este 2023 ha habido discusiones sobre los que escriben libros con demasiadas intrusiones del castellano, los que votan o no votan en las elecciones generales del Estado, la forma de condenar la violencia, los musicales de gran formato que no se hacen en catalán , la (falta de) comprensión lectora. Todos son debates importantes, pero en ocasiones se deforman tanto que se crean antagonismos grotescos. Alguna discusión ha sido tan encarnizada que se ha trasladado a la radio pública para intentar poner paz.

Cuando los conflictos en Twitter se agradecen demasiado, no sale perdiendo sólo todo el mundo implicado, sino el tejido cultural y social del país. Al día siguiente de ridiculizarse, los "contrincantes" se encuentran en un acto, un estreno o la presentación de un libro y algo se ha roto. Wisława Szymborska tiene un poema en el que enumera todas sus predilecciones y en uno de los versos dice que prefiere a los países conquistados a los conquistadores. Entiendo por qué Szymborska escribe esto, pero la poética de la resistencia también tiene un precio: no podemos permitirnos algunos lujos que los “conquistadores” sí. Pese a que las dinámicas de Twitter perjudican a todo el mundo (la mala fama de la red en Estados Unidos en mujer fe), en nuestro caso, acaban de empequeñecer este “país pequeño”.

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"Las malas palabras hacen como el agram, por todas partes arraigan y nunca más se desnían", dejó escrito Víctor Català a Soledad. Lakoff y Johnson se preguntan cómo nos comportaríamos si la metáfora prevalente en nuestras relaciones retóricas fuera una discusión es una danza. Cultivar el debate es necesario, pero dejar crecer demasiado las malas hierbas dialécticas es contraproducente para los países que se afanan por sobrevivir culturalmente. Muy buen año 2024 en la comunidad XCat, de Salsas en Guardamar y de Fraga en Mahón (Alguer).