Txiki, entre el viento y el silencio

<em>"–Debías haber hecho otro fin; / te merecías, hipócrita, un muro a / otro cercado. Tu dictadura, / tu puta vida de asesino".</em>
Joan Brossa, <em>Final, </em>1975
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Hoy hace 50 años, pasados ​​cinco minutos de las ocho y media de la mañana, Jon Paredes Manot, Txiki, era ejecutado en un claro de bosque en las inmediaciones del camino de Can Catà, entonces terreno militar. Un pelotón de guardias civiles voluntarios le asesinaban al amanecer después de una pantomima de juicio militar. La ronda de muerte de aquella madrugada madrugada había arrancado en Burgos ejecutando a Ángel Otaegi, y cerraría a Hoyo de Manzanares, con el fusilamiento de los militantes del FRAP Xosé Humberto Baena, Xosé Luís Sánchez Bravo y Ramón García Sanz. Dos jóvenes vascos, dos jóvenes gallegos y un joven murciano. Eran las últimas cinco penas de muerte ejecutadas, mediante un sumarísimo militar y con tafurera apariencia legalista, por la dictadura franquista. Nunca se podrá decir que fueran las últimas muertes de la orgía de sangre de los verdugos. Sólo seis meses después caía abatido el joven Oriol Solé Sugranyes, tras la fuga de Segovia. Sólo 7 meses después –otras campanadas a muertes– se producía la masacre de los obreros de Vitoria. Y después Montejurra. Y después los abogados de Atocha y Javier Verdejo y Gustau Muñoz y tantos otros. No hay espacio suficiente para albergar las violencias políticas de la Transición, pero sí para remachar la paradoja de que la portuguesa Revolución de los Claveles dejó sólo 19 muertos. La modélica y pacífica Transición democrática, en cambio, cerca de 700. 50 años en libertad.

18 meses antes de aquel 27 de septiembre, del que padres y madres aún recuerdan puntualmente dónde estaban exactamente, Salvador Puig Antich había sido ejecutado por el vil método del garrote vil en la cárcel Modelo de Barcelona. 18 meses después, un joven vasco pasaba la última noche de su vida en la misma cárcel, acompañado por los abogados Marc Palmés y Magda Oranich. Era, sí, Txiki, nacido en tierras extremeñas, en Zalamea de la Serena, migrado al País Vasco e implicado a vida y muerte en la causa nacional y social vasca. Entre ambos crímenes de estado hay más de un vínculo. El primero, por desgracia, el largo silencio amnésico y la impunidad vigente de los crímenes –y las corrupciones, añadiría Josep Fontana– del franquismo. El segundo, que la Modelo concentrará aquellas dos penas capitales para siempre: las últimas que se produjeron en Cataluña. Y el tercero, como siempre recuerda el bienaventurado Antoni Batista, que el primer nicho que ese mismo día acogió los restos sin vida de Txiki fue solidario. Era de la familia de Josep Lluís Pons Llobet, militante del MIL. Del MIL de Puig Antich.

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Recordar hoy aquellos hechos, cuando el fascismo aúlla por todos los rincones del planeta, no es hablar de pasado. Es hablar de ese presente. Es desbrozar cuál (mala) pinta hace el futuro. Algunos hechos políticos han contribuido decisivamente a ello. 50 años después habrá que decir que en el lugar de los hechos, en la cordillera de Collserola, no hay ni rastro institucional, en la perspectiva de la memoria democrática, de nada. La única placa que mantiene el lugar, resarce olvidos imperdonables y recuerda los hechos, es fruto, únicamente, del movimiento popular, memorialístico y vecinal. Pero, por el contrario, y por suerte, también se puede añadir que, sin embargo, ni un solo año, desde ese funesto septiembre de 1975, ha dejado de haber acto popular de homenaje y reconocimiento. Esta mañana lo hará la Asociación Catalana de Ex Presos Políticos del Franquismo. Mañana lo hará, como cada año, el colectivo Viento de Libertad. Y estos días Modelo se ha llenado para recordar aquellos últimos fusilamientos, y el actor Sergi López ha puesto voz a la última carta de Txiki. Hay también actos simultáneos en Madrid, Zarautz, Iruña, Vigo, Murcia. Mientras, un responsable vasco de memoria democrática –y me ahorraré calificaciones– ha dicho que aquellos últimos fusilados son a la vez víctimas y victimarios. Y no, no ha dimitido todavía. ¿Victimarios sobre la base de qué? ¿De juicios farsa de la crueldad sádica de la oscuridad de una dictadura?

Como todo hecho concreto, revisidad, las preguntas flotan a chorro –y algunas sin respuestas todavía–. Cuesta poco afirmar categóricamente –remachando el lema oficial de “cinco décadas en libertad”– que quienes quedaron en plena libertad de verdad –y con sueldo y jubilación públicos– fueron quienes torturaron, procesaron, condenaron y ejecutaron a Txiki en Cerdanyola del Vallès. La prueba democrática del algodón sale bastante negra, ya ven. De hecho, de los miembros de la guerrilla de voluntarios que lo agrietaron no sabemos todavía ni su nombre –secreto de estado de dictadura protegido en democracia. Mil preguntas para cada historia, sugería Brecht. Contra la espesa ley del silencio, los recuerdos, la memoria insumisa de quienes se resistieron y se solidarizaron entonces, en riguroso directo antifascista, brotan: un agosto de excepciones, las pantomimas militares y judiciales, el silencio atronador de la última noche de Txiki en la Modelo pajarraca de los presos, el enorme dispositivo policial que atravesó la ciudad entre la antigua cárcel y Collserola por la Meridiana, la ocupación represiva del cementerio, las cargas, los gritos de ¡Gora Txiki! ¡Viva Cataluña!, el jersey que llevaba el joven vasco tejido por las tomas políticas que se lo habían confeccionado, la foto del cadáver que realizó Marc Palmés, su rápida difusión clandestina en todo el mundo, los funerales y misas prohibidas, las peticiones de clemencia desoídas del todo –del Papa a Olof Palme lo defendía.

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De todos los microdecortes que contiene cada macrohistoria, me quedo hoy –ahora aquí– con dos. Antònia Manot, la madre de Txiki, murió en julio del 2024 a 94 años. Pero siempre contaba la misma historia: que, en la despedida imposible en Barcelona, ​​el hijo le dijo que perdería un hijo, pero le nacerían miles en el País Vasco. Ella siempre explicaba que entonces no lo entendió, pero que cuando regresó a casa, de repente, se encontró a decenas, cientos, de personas desconocidas que cuando la veían por Zarautz se detenían y le llamaban cálidamente Agur, ama (hola, madre). Y así fue hasta el final –la madre coraje de Txiki, superviviente y resistente de la historia, como madre de todas y todos. Hay hoy, todavía, otro momento que desconocía del todo, hasta que este julio me lo explicó el querido August Gil Matamala. Del mismo siniestro día del juicio farsa, en sumarísimo militar, allí, en el mismo Gobierno Militar que sigue estando al final de las Ramblas. Justo después de la declaración judicial de Txiki, un abogado, en medio del estupor de la sala militar, se puso a aplaudir repentina y apasionadamente al joven vasco –con el consiguiente alboroto, la nube de otros letrados que trataron de protegerle y la excitación ultrapatrió sala–. Aquel simple gesto del abogado Ruiz Capillas, propio casi de Sócrates, agrietaba ayer el silencio en una dictadura agónica y se convierte hoy en la más sólida de las brújulas. Romper el silencio de la sala. De todas las salas del mundo en las que se planifican, mientras nos fuerzan a olvidar el ayer, los horrores contemporáneos de hoy. Contra ellos, el viento, el viento de libertad de Txiki, sigue soplando.