La ultraderecha cuenta con la ventaja de tener un argumentario basado en hechos reales: un empobrecimiento generalizado de las clases medias, en vías de extinción y con muchos impuestos; los cada vez más numerosos pobres con trabajo; la desolación de los jóvenes bien formados que ganan más dinero de camareros en Escandinavia que en un trabajo aquí para el que han estado estudiando cinco años; la frustración de los jóvenes por no poder emanciparse de casa de los padres porque no es que no puedan soñar con comprarse un piso, sino que ni siquiera pueden alquilarlo, y ya no hablemos de tener hijos. En resumen: desaparecen los sueños, sea el sueño catalán o el estadounidense: esforzarse ya no es suficiente. Parece como si todo aquello que, a pesar de todo, todavía aguanta del estado del bienestar ya no tenga valor. Y todo esto en un mundo que gira enloquecido sin frenos morales ni legales y en una Europa que lo mira paralizada por el miedo, como el aristócrata que ya ve sans-culottes por los jardines de la residencia.
Quien agite este cóctel contra los partidos que se han estado alternando en el gobierno del país durante décadas tiene mucho ganado. Y por si fuera poco, la ultraderecha tiene un culpable, que es la inmigración, y cuando se trata de culpar al diferente la conexión con la gente por el conducto de los bajos instintos es inmediata.
El fuego que mantiene la temperatura de esta indignación son las redes, sí, pero las mentiras y los insultos no tendrían tanta fuerza si no operaran sobre una dura realidad. Lo peor es que el autoritarismo no tiene ninguna solución, solo culpables, y sabemos por la historia que su retórica y sus programas de gobierno traen desastres aún mayores.