Vacaciones con perro

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Un perro paseando por un bosque.

Están de vacaciones y, como están de vacaciones, hacen caminatas. Hace mucho, mucho calor. En casa no saldrían, a las doce del mediodía, pero aquí sí, están obligados a ello. Hacer al turista en este camino, con el sol inclemente, es una obligación pesada, como trabajar en carretera deteniendo el tráfico porque hay obras. Van con sombrero, bastón, zapatos de trekking. Llevan agua –para ellos y para el perro– y cuatro muecas, en la mochila.

El perro, que ya va despacio porque está cansado, se detiene, de repente, a hacer sus obligaciones fétidas. Ellos dos esperan, con ese mal humor que te provoca el calor, apartándose las moscas que les rondan por la cara. Ella saca la bolsita para recoger la tifa. Les han dicho que en los caminos de montaña no puedes dejar deposiciones cánidas, porque los perros comen pienso, y si todo el mundo hiciera lo mismo parecería el camino de Dorothy, pero en versión gore. Recoge, le hace un nudo, siguen.

Pero al cabo de un rato, y debido al sol, el bolso huele mal. Están a punto de hacerlo. Los veo. Calculo diez minutos a lo sumo. Ella, que es quien la lleva, está cansada. Trigan, trizan, pero no hay ninguna papelera, claro, y no es cuestión de guardarla en la mochila. Hace lo que se espera de ella. Tira el bolso al suelo.

Por el bien del compostaje, es mucho peor tirar una bolsa con una tifa cánida dentro que dejar la tifa cánida directamente en el suelo, sin bolsa. ¿Cuánto tardará ese bolso en descomponerse? ¿Alguien la recogerá? Pero todos hacen lo mismo. Primero recogen, como toca, y entonces, cuando se han cansado, abandonan, como toca. Son los mismos que el primer día de la guerra de Ucrania lloraron, con toda sinceridad, y hoy, si alguien les habla, hacen una mueca de aburrimiento, también con toda sinceridad. La degradación física o moral sólo es cuestión de calor y tiempo.

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