Nuestra vanidad hace esclavos

Millones de toneladas de petróleo cruzan continentes y mares para acabar en los armarios llenos de los ciudadanos occidentales. El poliéster en todas sus formas, fibras sintéticas que solo pueden ser destruidas si son quemadas, tejidos tratados con sustancias tóxicas que envenenan ríos, plantas, animales y personas. Vivimos en petróleo, dormimos en petróleo, sudamos petróleo. Buena parte de estas prendas presentadas como atractivas y deseables en los escaparates físicos y virtuales de las tiendas no son muy diferentes de las bolsas de basura. Pero tan monas, tan brillantes. La publicidad masiva hace que depositemos en este envoltorio insostenible, feo e incómodo todos nuestros anhelos de belleza y seducción. A la ropa le atribuimos infinidad de significados vinculados a la personalidad, la atracción sexual, el estatus (enmascarado ahora con palabras como estilo, glamour o buen gusto), el éxito amoroso y el laboral y, por encima de todo, creemos que allí reside nuestra individualidad, la expresión única de lo que somos. Solo que, con un vistazo a la pasarela cotidiana de las calles de cualquier ciudad, resulta que vamos vestidos todos igual: no somos más que obedientes soldados del poderoso ejército del sistema moda.

Durante la pandemia parecía que tenía que emerger una nueva manera de consumir. Cuando la producción mundial se detuvo nos dimos cuenta de la absurdidad de nuestros comportamientos compulsivos. En casa, y liberados de las presiones sociales, nos desprendimos de los zapatos de tacón y la indumentaria inútil. Nos apuntamos al chándal cómodo y descubrimos que pensamos, sentimos, somos más libres cuando no nos aprieta nada. A ver si la revolución feminista tiene que empezar por unas zapatillas en los pies.

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La industria de la moda es una de las más contaminantes del planeta. El reportaje sobre la ropa usada del pasado domingo en este diario no es más que una de las caras de ese enorme problema que extrae a las consumidoras del mundo occidental una parte de su sueldo haciéndoles comprar compulsivamente piezas que no necesitan, de mala calidad y pensadas para ser descartadas en mucho menos tiempo de lo que se tarda en fabricarlas. Depositamos en los contenedores de ropa la que ya no utilizamos convencidos de que estamos contribuyendo a darle una segunda oportunidad pero lo que se cose hoy es, en la mayoría de casos, basura etiquetada. Si algo vale la pena en las tiendas de segunda mano son las prendas de hace más años, de cuando todavía se producía siguiendo unos estándares mínimos de calidad. Pero la calidad en el vestir y su identificación son también una cultura que se ha perdido. Las señoras mayores, todas ellas criadas en entornos en los que en muchas casas se hacía la ropa de toda la familia, conocen la composición de las fibras y su adecuación a cada temporada y en cada situación, detectan los patrones bien cortados, las costuras de calidad, los detalles que hacen que la ropa dure años. Que es como éramos sostenibles antes: no reciclando sino cuidando las cosas.

El ángulo aún más oscuro de la moda y su perversa expansión (que hace que muchos muestren su admiración por los hombres que han acumulado riquezas monstruosas con este sistema) es la situación de las trabajadoras que fabrican nuestra indumentaria. En este usar y tirar, en ese caer en la trampa de las ofertas y el cambio constante, no hay, por supuesto, una valoración del tiempo de las personas que lo hacen posible. Compramos y tiramos y con ello alimentamos la maquinaria de la explotación laboral en la otra punta del mundo (o aquí muy cerca, en Marruecos o en Turquía). Hasta la más pobre de las pobres en Occidente participa, sabiéndolo o no, del trabajo en condiciones deplorables de pobres aún más pobres que ellas. Pero van tan monas.