En menos de una semana, dos menores, de 11 y 14 años, han muerto en Barcelona atropelladas por un autobús, uno urbano y otro interurbano. Mientras esperamos a saber las causas de esta desgraciada coincidencia en el tiempo (los peatones también se distraen fatalmente) es pertinente remarcarla y dejar constancia de que la velocidad a la que circulan los autobuses en Barcelona hace sufrir a menudo.
Hace sufrir ver la velocidad a la que se acercan a la parada o pasan, con el semáforo en verde, por un paso de peatones con los retrovisores a la altura de la acera, creando la sensación de que si el peatón no se aparta le volará la cabeza.
Hace sufrir verlos circular desbordando la anchura de unos carriles de circulación en los que ya no caben, porque, con los años, los espacios se han ido haciendo más estrechos en aquellas calles donde se ha hecho pasar un carril bici. Si, encima, resulta que hay toda una gama de turismos cada vez más anchos, el resultado es que tenemos vehículos compitiendo por el mismo espacio a velocidades considerables, en las que la desviación de unos pocos centímetros en las trayectorias puede ser fatal. Ver cómo parece que se te echa encima un autobús que está cambiando de carril para poder girar hace miedo. Dentro de los autobuses, la experiencia vertiginosa de los viajeros no es más segura.
Ignoro hasta qué punto los conductores están presionados para mejorar la media de velocidad del servicio, o es que acaban siendo víctimas de la inquietud de sortear taxis parados, furgonetas de reparto y motociclistas no menos vertiginosos. Pero la pacificación del tráfico no es cosa sólo de radares y multas, sino de todos, sobre todo de aquellos que prestan un servicio público municipal.