La sufrida verdad admite muchas etiquetas. Se conoce como verdad judicial la que emerge de una sentencia en un juicio, como lógica consecuencia de las pruebas practicadas. Ya se entiende que no siempre coincidirá con la llamada verdad material, lo que realmente pasó y que no es fácil averiguar. Para esta visión, que no viene de la filosofía sino del derecho, no debe tenerse en cuenta lo que no puede acreditarse, especialmente a la hora de condenar. Hay un pulso, que viene de antiguo, entre la verdad que se demuestra y la que se proclama. Nuestro término verdad deriva del latín veritatis, que a su tiempo proviene de verus —la raíz está presente en verosímil, verificable, verídico, aseverar...— y nos remite a la idea de firmeza. Pero para los griegos tiene que ver con el olvido. Verdadero sería lo que no permanece oculto, sino que es revelado y se podrá, de algún modo, recordar y evocar.
En el caso del escándalo de Correos (Post Office), en Reino Unido, ha hecho falta más de una década para alinear la verdad judicial con la verdad a secas. Un caso especialmente curioso, porque hay otra verdad, la oficial —el relato construido a medida del poder—, que ha quedado desenmascarada. La hazaña se debe a unos medios comprometidos (como la BBC) y a una popular serie (Mr. Bates vs the Post Office) que empujaron a la opinión pública a presionar a los políticos y exigir responsabilidades. La verdad mediática, esta vez, no ha sido complaciente sino que ha ido por libre.
El gobierno británico definió el caso como el peor error judicial de todos los tiempos y la primera entrega del informe en el Parlamento, presentado este julio, permite entender la magnitud de la tragedia. Durante dos décadas, miles de concesionarios de sucursales de correos fueron acusados de desfalco y falsificación cuando la culpa de los saldos erróneos era de Horizon, el flamante software de contabilidad desarrollado por Fujitsu. Las pérdidas se disparaban y las sumas "desaparecidas" se multiplicaban por obra y gracia del sistema informático frente a los ojos atónitos de los empleados que intentaban desesperadamente cuadrar el balance.
El informe de Wyn Williams, un reputado juez jubilado, documenta la verdadera dimensión del desastre. A la ruina económica de los afectados, se le añade la persecución penal. Hasta un millar de personas fueron condenadas sin pruebas directas. El balance personal es más trágico de lo que se sospechaba: trece suicidios, al menos, alcoholismo, rupturas de pareja, pérdida de la vivienda... Y el impacto, demoledor: vergüenza personal, ostracismo social. Entre otras cosas, porque el Post Office era una institución respetada, nutrida por personal al servicio de su comunidad, no burócratas condenados a un trabajo repetitivo y alienador —El cartero en el autorretrato irónico de Bukovsky o Bartleby, el escribiente en la agonía nihilista de Melville.
Si aplicamos una mirada panorámica a las implicaciones profundas, la solución también debe serlo: anulación de todas las condenas (solo 93, hasta ahora, por incapacidad del sistema judicial) y una reparación completa, justa y rápida. Entre las aportaciones innovadoras se encuentra la recomendación de hacer extensivas las indemnizaciones a familiares, porque el sufrimiento también fue extensivo.
En el origen de la catástrofe hay una pifia informática, pero la cadena de errores judiciales era evitable y las prácticas de encubrimiento convirtieron una incidencia técnica en una gran mentira cocinada con el peor cinismo: Correos manipuló los datos mientras negaba que el acceso remoto al sistema fuese posible; hizo uso del poder coactivo de los acuerdos de confidencialidad para impedir la divulgación de las maniobras; amenazó a la BBC con acciones legales para frenar la emisión del programa Panorama, donde se exponía la situación de forma independiente, y, en una exhibición de sadismo institucional, hizo creer a los perjudicados que su caso era único e insólito.
La cruda verdad aflora por la perseverancia del responsable de una de las oficinas, Alan Bates, que nunca se conformó. Un ejemplo de liderazgo constructivo e inspirador de alguien que no persigue una ventaja personal, sino justicia para todos. Alguien que no sabe enfadarse, pero tampoco se arruga. La contribución de Richard Roll, el ingeniero de Fujitsu que reveló públicamente la vulnerabilidad del sistema y los ardides para ocultarla, fue definitiva. No solo mostró la importancia de los whistleblowers (alertadores internos) y las presiones torpes que sufren, sino también una cultura organizativa débil que otorga mayor importancia a la eficiencia que a la justicia. Quizás los sistemas automatizados no tienen horario, ni se cogen vacaciones ni se declaran en huelga... pero incorrectamente supervisados son una bomba de relojería o, más aún, una mina antipersona.
El triunfo de David contra Goliat, especialmente si es fruto de la acción colectiva, es reconfortante. Pese a ser parcial y relativo. Los responsables empresariales de las fechorías en todas partes —desde Correos y Fujitsu en Reino Unido hasta Ferrovial, Entrecanales o Equipo Económico en nuestro país— nunca sufren un asedio judicial estricto ni una censura real. A lo sumo hay un castigo simbólico. Paula Vennells, la CEO de Post Office Ltd., que derramaba lágrimas de cocodrilo en las comparecencias públicas, tuvo que devolver su título de Comandante del Orden del Imperio Británico —Mr. Bates fue condecorado, en un ejercicio de justicia poética—, pero encontró cobijo (como presidenta, of course) en un fideicomiso del Servicio Nacional de Salud (NHS). Huelga decir que no ha devuelto ni una libra de las primas sustanciosas que percibió en la Post Office, aunque su conducta indigna hundió la confianza en una empresa pública modélica. Pese a pequeñas victorias, que hay que celebrar, persiste la relación, descrita por Alba Rico, de proporcionalidad directa entre los crímenes impunes de los grandes y los crímenes penados de los pequeños, entre la grandilocuencia de la legalidad formal y la sordidez selectiva de la legalidad real.