Saint-Michel-de-Montaigne (en occitano, Sent Miqueu de Montanha) es un núcleo rural minúsculo, una pequeña perla de un incuestionable y orgulloso afrancesamente. La lengua de oc hace tiempo que ha pasado a mejor vida. No falta la bandera nacional en la fachada del Ayuntamiento, ni una adicional en la plazoleta de enfrente, al pie del monumento a los caídos de la Primera Guerra Mundial. ¿A la Segunda no acudió nadie? Quizá, siguiendo el penetrante escepticismo de su patrón histórico y filosófico, se habían desengañado ya de los honores militares. En esta aldea del Périgord púrpura, dentro de la frondosa Dordoña, late a la sombra del autor de los fabulosos Ensayos. ¿Todo?
Llego un martes de septiembre, que por lo visto es el día semanal de la pizza ambulante. A pie de calle-carretera, tras un centro cívico cerrado y vallado, se ha instalado la camioneta del pizzero. La vendimia ya está hecha. Agricultores barrigudos y matronas gordas, dotadas de una sensual afabilidad, están de tertulia: mientras esperan alegremente los respectivos pedidos comparten, claro, un par de botellas de vino. Nos saludan con sonrisas de complicidad. En el aire flota una humedad agradable que pronto se vuelve llovizna de verano y nos obliga a todos a refugiarnos bajo el avance del vehículo culinario. Aumenta la hermandad ruidosa.
El pizzero, todo un manitas, nos dice que no nos podrá servir la esperada torta italiana hasta dentro de una hora: necesita su tiempo para cocinar como es debido cada uno de los encargos. La aromática calorcita de queso y alcaparras es seductora. Elijo la clásica napolitana. En su viaggio en Italia, seguro que el señor de Montaigne la debió degustar. Era un hombre tradicional de mentalidad abierta y curiosa, con tolerancia a las novedades sencillas. También nos habría acompañado con unos generosos vasos de vino local: "Se equivocan quienes suelen condenar el vino porque algunos se emborrachan. No se puede abusar más que de lo bueno". Sus descendientes a fe que abusan de él. ¡Bienaventurados! ¿Qué hacer, si no, un martes por la noche en un pueblo perdido como éste?
¿Qué "cosas buenas" veo por aquí? De las cuatro calles, dos están dedicadas a Étienne de La Boétie, amigo del alma de juventud de Montaigne muerto demasiado temprano, y a Marie de Gournay, discípula inesperada, hija adoptiva (y algo más) del sabio cuando éste ya era mayor. Un vecino harto de montaignismo, en un rincón discreto de la fachada de casa se ha colocado una placa: "Ici le 15 Aout 1575 Michel Eyquem de Montaigne en pissé sur ce mur" [...se meó en este muro]. En efecto, el inventor del ensayismo, aparte de sus agudos ataques de piedra, también debió de sufrir urgencias urinarias. "Cada hombre lleva dentro la forma completa de la humana condición", incluidas las necesidades fisiológicas, claro.
Si toca ponernos escatológicos, cabe decir que los bienaventurados habitantes de este rincón de mundo casi la cagan en las últimas presidenciales: 52,86% de los votos (111) para Macron y 47,14% (99) para Le Pen. Es curioso, visitas un lugar idílico y mítico, confraternizas con los paisanos, te comes una pizza hecha de productos locales, chales con la sombra alargada de tu filósofo de cabecera... y de repente te das cuenta de que la mitad de la buena gente que la habita son unos amables fachas ultranacionales. Fracaso absoluto del humanismo montaigniano. En el monumento-biblioteca al aire libre dedicado al ilustre antepasado, las telarañas acarician los lomos de los libros. Los paisanos de aquí no son ni lectores ni ciudadanos del mundo, como se proclamaba Sócrates y le aplaudía Montaigne, que no se estaba de recordarnos, al parecer en vano: "No hemos nacido para nuestro interés particular, sino para el bien público". Y aún, ante la proverbial y endémica demagogia antipolítica (hoy trumpista, lepenista, orriolista o abascalista), nos advertía: "Es fácil acusar de imperfecta a una administración, porque todas las cosas mortales lo son". Perfecto.
Cuando al día siguiente visito la torre donde Montaigne se pensó y se escribió, y donde de paso retrató a la humanidad entera sin filtros púdicos, me reconcilio con la memoria de este ondulante compañero de vida. A la vista de las citas de sus queridos clásicos grecolatinos grabadas en el artesonado del techo, un escalofrío me recorre el espinazo. ¿Hago el ridículo, quizás? Las cosas van como van. O como nosotros hacemos que vayan: "La vida, por sí misma, no es ni un bien ni un mal: es el lugar del bien y del mal, según lo que se les concede". Él, para afrontar el bien y el mal, nos concedió lucidez y sensibilidad. Este 13 de septiembre hace 433 años que murió Montaigne. Tenía 59 años, mi edad.