Los votantes, en las élites: "¿me ve ahora?"
Hemos entrado en una nueva era política. A lo largo de los últimos 40 años, aproximadamente, hemos vivido en la era de la información. Quienes pertenecíamos a la clase instruida decidimos, de forma más o menos justificada, que la economía postindustrial la construirían personas como nosotros y, por tanto, moldeamos las políticas sociales de manera que satisficieran nuestras necesidades.
Nuestra política educativa empujó a la gente hacia el rumbo que hemos ido siguiendo: estudios universitarios de cuatro años que nos prepararan para los “trabajos del futuro”. Mientras, la formación profesional se debilitaba. Hemos adoptado una política de libre comercio que ha trasladado los puestos de trabajo de la industria a países de bajo coste para centrar nuestras energías en empresas de la economía del conocimiento dirigidas por personas con titulaciones superiores. El sector financiero y de consultoría ha crecido mientras que el empleo en la industria se ha reducido.
La geografía se ha considerado irrelevante: si el capital y los profesionales altamente cualificados querían concentrarse en Austin, Texas, San Francisco y Washington, da igual lo que ocurriera con todas las demás comunidades que se dejaban de lado. Las políticas de inmigración han dado acceso a la gente altamente instruida a una mano de obra de bajos salarios, mientras que los trabajadores menos cualificados se enfrentaban a una nueva competencia. Nos hemos decantado por unas tecnologías verdes favorecidas por personas que trabajan en píxeles, y hemos desfavorecido a las personas del sector industrial y de los transportes, cuya vida depende de los combustibles fósiles.
Esta ruidosa succión que ha oído ha sido la redistribución del respeto. Las personas que han subido a la escala académica han sido obsequiadas con elogios, mientras que las que no lo han hecho se han vuelto invisibles. La situación es especialmente dura para los chicos. Al llegar al bachillerato, dos tercios de los alumnos del 10% líder de la clase son chicas, mientras que aproximadamente dos tercios de los alumnos del decil inferior son chicos. Las escuelas no están estructuradas para que los chicos saquen provecho; esto tiene consecuencias personales –y ahora también para el país– permanentes.
La sociedad ha funcionado como un enorme sistema de segregación que eleva a los más dotados académicamente por encima de todos los demás. En poco tiempo, la brecha de los diplomas se ha convertido en el mayor abismo de la vida estadounidense. Los graduados de secundaria mueren nueve años antes que los estudiantes universitarios. Su índice de muerte por sobredosis de opioides es seis veces mayor. Se casan menos y se divorcian más y tienen mayores probabilidades de tener un hijo fuera del matrimonio. Tienen más probabilidades de ser obesos. Un reciente estudio del American Enterprise Institute ha concluido que el 24% de las personas que han llegado como máximo a graduarse en la secundaria no tienen amigos íntimos. Tienen menos probabilidades que los graduados universitarios de ir a espacios públicos o formar parte de colectivos sociales y ligas deportivas. No hablan de la justicia social con el lenguaje adecuado ni poseen el tipo de creencias de lujo distintivas de la virtud pública.
Los abismos han provocado una pérdida de fe, una pérdida de confianza, un sentimiento de traición. Nueve días antes de las elecciones, fui a una iglesia nacionalista cristiana de Tennessee. Una fe auténtica iluminaba la misa, es cierto, pero también existía un ambiente corrosivo de amargura, de agresividad, de venganza. Mientras el pastor hablaba de los Judas que quieren destruirnos, me vinieron a la cabeza las palabras “mundo oscuro”, la imagen de un pueblo que tiene la percepción de vivir bajo una amenaza constante y en una cultura de extrema desconfianza. Esta gente, y otros muchos estadounidenses, no estaban interesados en la política de la alegría que les ofrecían Kamala Harris y los otros graduados de la facultad de derecho.
El Partido Demócrata tiene un trabajo: combatir la desigualdad. Había un gran abismo de desigualdad ante sus narices y, de algún modo, muchos demócratas no le han visto. A la izquierda han abordado mucho la desigualdad racial, la desigualdad de género y la desigualdad LGBTQ. Supongo que es difícil abordar la desigualdad de clase cuando has ido a una universidad con una dotación multimillonaria y da conferencias de ecoblanqueo ambiental y diversidad cultural para una gran empresa. Donald Trump es un narcisista monstruoso, pero hay algo que falla en una clase instruida que se mira en el espejo de la sociedad y sólo se ve a sí misma.
Mientras la izquierda viraba hacia la performance identitaria, Trump se ha incorporado de lleno a la guerra de clases. El resentimiento mamado en Queens hacia las élites de Manhattan ha encajado mágicamente con la animosidad de clase que sentía la gente rural de todo el país. Su mensaje era sencillo: esa gente te ha traicionado, y son unos imbéciles que debemos echar.
En 2024, Trump ha construido lo mismo que el Partido Demócrata intentó construir tiempo atrás: una mayoría de clase trabajadora multirracial. Su apoyo entre los trabajadores negros e hispanos ha crecido. Ha registrado ascensos sorprendentes en lugares como Nueva Jersey, Bronx, Chicago, Dallas y Houston. Según las encuestas a pie de urna de la NBC, le ha votado un tercio del electorado de color. Es el primer republicano que gana la mayoría de los votos en 20 años.
Es obvio que los demócratas deben hacer un replanteamiento importante. La administración de Biden ha intentado atraer a la clase trabajadora con subvenciones y estímulos, pero no hay solución económica para lo que es principalmente una crisis de respeto.
A la izquierda habrá quien dirá que Trump ha ganado por el racismo, el sexismo y el autoritarismo inherentes al pueblo estadounidense. Al parecer, a esta gente le encanta perder, y perderá una y otra vez.
El resto debemos mirar este resultado con humildad. Los votantes estadounidenses no siempre son sabios, pero generalmente son sensatos y enseñan algo. Mi idea inicial es que debo revisar mis criterios. Soy un moderado. Me gusta cuando los candidatos demócratas se desplazan hacia el centro. Pero debo confesar que Harris lo ha hecho con bastante eficacia y no ha funcionado. Quizás los demócratas deben abrazar una disrupción al estilo de Bernie Sanders, lo que hará que gente como yo se sienta incómoda.
¿Puede hacerlo esto el Partido Demócrata? ¿Puede hacerlo esto el partido de las universidades, los barrios acomodados y los núcleos urbanos hípster? Bien, Trump secuestró a un partido empresarial, que no parecía en modo alguno un vehículo para la revuelta proletaria, y es exactamente lo que ha conseguido. Los que miramos a Trump con condescendencia deberíamos reconocer humildemente que ha hecho algo que nosotros no hemos sabido hacer. Pero ahora entramos en un período de aguas turbulentas. Trump es un sembrador del caos, no del fascismo. A lo largo de los próximos años, una plaga de inestabilidad se extenderá sobre América, y quizás sobre el mundo, y lo sacudirá todo. Si le repugna la polarización, espere hasta que experimentemos la inestabilidad global. Pero en el caos existen oportunidades para una nueva sociedad y una nueva respuesta a la embestida política, económica y psicológica del trumpismo. Son tiempos que ponen a prueba el alma de la gente y veremos de qué estamos hechos.
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