La vulnerabilidad de las democracias

Los movimientos políticos y de opinión de los últimos tiempos nos sorprenden por el cuestionamiento de la democracia como régimen político. Damos por sentado que la democracia es el régimen político deseable, normal y permanente una vez alcanzado. En cambio, la historia nos recuerda continuamente lo vulnerable que es una democracia. Impresiona ver que Estados Unidos –la democracia más antigua de todas las que actualmente existen– podría suprimirla. Como en suficientes precedentes que conocemos, esto puede incluso pasar por decisión democrática.

Los años treinta del siglo pasado vivieron la muerte de muchos regímenes democráticos. El ascenso del militarismo, del fascismo y del nacionalsocialismo levantaron tormentas que desequilibraron el arraigo de la democracia, a menudo precario. En los últimos años estamos viendo la muerte de un buen grupo más y el deterioro de otros. Cada elección puede ser la última. Para evitarlo es necesario que las partes que se disputan democráticamente el poder estén de acuerdo en cederlo si no vuelven a ganarlo, pero hay demasiados casos en los que esto no ocurre. La polarización creciente ayuda.

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La democracia es hija de un equilibrio político inestable. Debe ser estimulante a lo largo del tiempo, ya menudo no es el caso. Fácilmente nos encontramos con que las condiciones que han permitido arraigar a una democracia son mutables y pueden desaparecer. Quienes querían la democracia pueden cambiar de opinión o pueden morir y dejar el sitio a generaciones partidarias de soluciones no democráticas que les pueden parecer más favorables a sus intereses o ideología.

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¿Qué problemas podemos identificar a los que habría que estar dispuestos? Esencialmente, las heridas que grandes impactos militares, políticos, económicos o sociales hayan podido dejar. Si son guerras, las posguerras pueden ser desastrosas. Si han sido positivas como en el caso de la post-Segunda Guerra Mundial, son excepcionales. Pero la post-Primera Guerra Mundial fue calamitosa, dejando todo tipo de heridas que fueron empeorando hasta propiciar la Segunda Guerra Mundial.

No existiendo guerras en nuestro pasado reciente, cabe preguntarse qué puede causar. Ahora vemos cómo los conflictos comerciales son un buen caldo en el que se puede cocer la voluntad de guerrear. Pero en Europa existen dos heridas que no son lejanas y que son importantes. Quizás no traigan guerras, pero pueden llevar roturas de los consensos sociales. La más cercana es la Gran Recesión y las políticas de reducción extrema del gasto –los austericidios–. Se han estudiado los efectos de políticas monetarias contractivas después de la Primera Guerra Mundial y las consecuencias no fueron positivas en ninguna parte, al contrario. Democracias muy tempranas y frágiles tuvieron que gestionar recortes monumentales a consecuencia de hiperinflaciones o de grandes movimientos de población. Muchos años después, las políticas de austeridad impuestas a raíz de la Gran Recesión y la crisis del euro desde el Banco Central Europeo, promovidas desde el área monetaria germánica, hicieron mucho daño. Las legislaciones que se adoptaron para reducir el gasto público han dejado heridas que no se curan fácilmente.

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La otra herida reciente es la caída de la Unión Soviética y de los regímenes de socialismo real en Europa del Este. La falta de ayuda occidental –la falta de un Plan Marshall– dejó heridas muy hondas de las que han salido líderes como Putin. Desde la Unión Europea creemos que hemos ayudado a muchos de estos países, pero tardamos demasiado, ya menudo no hemos conseguido ni que se reconozca el esfuerzo realizado. La inestabilidad política en la Europa del Este se alimenta de este rencor. "Europa" tiene la culpa de todo. Nuestra impotencia frente a la invasión rusa de Ucrania lo dice bien claro.

Por otra parte, en Europa Occidental las políticas redistributivas promovidas por las izquierdas, tan populares en años de bonanza, pueden resultar agresivas para aquellos que deben pagarlas y que no se benefician. Unas clases medias cada vez más pobres pueden sentirse expropiadas, y ese sentimiento no alimenta reacciones moderadas sino reacciones pasionales. Es lo que vemos que ocurre con la inmigración masiva, conveniente para obtener mano de obra barata, pero que provoca la competencia entre nacionales e inmigrantes por los beneficios del estado del bienestar.

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También ocurre con la disputa en torno a la propiedad inmobiliaria: muchos pequeños propietarios tienen miedo a ser expropiados. Curiosamente, nadie reacciona ante las fortunas gigantescas, que pueden seleccionar cuántos impuestos pagan y dónde los pagan. El capital financiero –antes culpabilizado– ha sido absuelto hoy fiscalmente en la opinión pública, mientras que el capital inmobiliario ha sido declarado culpable. El miedo a la expropiación es peligroso: mueve montañas y cambia ideologías. Cada miedo, cada rencor, cada herida, es peligroso para la democracia si éste no sabe tratarlos adecuadamente.