Z ha perdido el móvil, y X se enfadará mucho

Z se palpa el bolsillo trasero, busca en la mochila. Ha perdido el móvil. Puede haberle caído en el autobús, quizá en el bar donde ha hecho ese cortado. No lo tiene. En lo primero que piensa no es en el desastre que es: mensajes de trabajo no recibidos, la aplicación del banco... En lo primero que piensa es en la reacción que tendrá X, su pareja. Se enfadará, encontrará que Z no vigila, que siempre le ocurre esto, que parece mentira. Z se sentirá como una criatura. Tendrá que escuchar el abucheo, los reproches. Si X perdiera el móvil, no hace falta decirlo, Z le diría: “No te preocupes, sólo es un móvil”.

Se sienta en un banco de la calle y, con las manos huérfanas (no hay móvil, por tanto, no hay comunicación instantánea con diez o quince personas), se pone a pensar. Rumia en ese día, hace tantos años, en los que, también, buscando setas con X, perdió el móvil en el bosque. Lo recuerda muy bien. Se rieron. El móvil era plateado, de esos que se abrían y cerraban. Estuvieron llamando y escuchando, y al final le encontraron. Si hubiera ocurrido esto hoy, X no hubiera querido buscarlo, sólo habría gritado. Ah, y todavía recuerda otra pérdida, porque es cierto, claro, que Z se despista mucho y pierde las cosas. También estaba en la montaña, esta vez con P y J, una pareja de amigos. No le encontraron. X y Z se marcharon sin el móvil, y no pasó nada, no hubo reproches, no hubo esa falsa responsabilidad del otro, ese estar por encima, esa manera de tratar la negligencia sin piedad, que es una manera, en realidad, de tapar la propia negligencia.

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X se imagina –como en la escuela– que tiene una nuca muy fea, muy asquerosa, que todo el mundo se mira. Se siente como el perro, acurrucado, porque sabe que habrá reñidos. No quiere ocupar espacio. Qué tiempo tan bueno, ese, piensa. Qué tiempo tan bueno, aquel, en el que perder el móvil era gracioso, era divertido, porque no era nada, no como ahora, que lo es todo.