Si yo fuera una nube tóxica de etileno camino del Hard Rock...

SalouSi yo fuera una nube tóxica de etileno, creo que podría llegar fácilmente de la petroquímica a los pulmones de un galés adicto a las máquinas tragaperras. Ahora hay un bosque mediocre bajo un sol de distopía climática, pero me imagino el día en que todos estos pinos serán ruletas y considero que el trayecto es perfectamente factible. Como barcelonés que va hacia abajo del país, una dirección poco recomendable, lo primero que me llama la atención sobre los terrenos que debe ocupar el Hard Rock es la sensación de amplitud. Desde el parking del santuario de la Virgen del Pineda, puedo ver los almacenes de gas color Chernobyl, los campos para el casino y el Shambala con un solo movimiento panorámico del cuello. Es el tipo de paisaje que enseguida imaginas a vista de dron. Cuanto más circulo por el sitio, más me siento dentro de una partida del Age of Empires en el momento exacto en el que te das cuenta de que has construido los edificios sin orden ni concierto y tu imperio ya no podrá ser bonito, pero debes seguir jugando y adaptándote si no quieres ser derrotado. Cuesta no empatizar con los especuladores.

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El Hard Rock ha sido la excusa oficial para convocar estas elecciones anticipadas que hacen tanta ilusión a todo el mundo y había que ponerse el traje de corresponsal de guerra e ir al frente para informar a los lectores civilizados del estado del Sur. Me recibe el periodista y escritor Miquel Bonet, periodista de contacto de las cosas tarraconenses, y un vecino de la urbanización donde vive, en Cambrils, nos ve la cara de conjura y enseguida nos dice que esto del periodismo y la política está muy bien, pero que no nos vamos a joder con el Hard Rock. Ya tengo la anécdota que necesitaba para hacer el retrato antropológico, y decido que este señor ha hablado en nombre de toda Tarragona y no hace falta hacer una pseudoencuesta a cuatro camareros que no tienen ninguna culpa. Pido a Miquel que me lleve a dar una vuelta por Vila-seca y Salou, los dos municipios que quedan a ambos lados del campo de batalla. Bonet me cuenta que Vila-seca es el lugar pequeñoburgués: los ricos locales son antiguos campesinos que se vendieron los terrenos para la fábrica y las arcas municipales siempre están llenas gracias al dinero que paga la industria. Y es verdad que los edificios se ven nuevos, las calles están limpias y hay un agradable silencio preestival. Al lado, Salou es un infierno del mal gusto arquitectónico, negocios infectos para turistas y apartamentos con barandillas oxidadas. Pensaría que estoy en Platja d'Aro, hasta que miro el mar y la playa de arena infinita que va hasta el puerto de Tarragona. Comparado con la Costa Brava, todo es menos abrupto y menos verde. El Camp de Tarragona es demasiado plano para resistir.

Pero es justamente esta orografía de juego de mesa la que lo hace todo tan fácil de ver tal y como es. A diferencia del efecto museo que producen los lugares más bonitos del país, aquí ves un cosmos productivo autosuficiente y perfectamente compartimentado: un cuadrado para la industria y otro para el turismo de masas como dos campos de cultivo que hubieran apostado por dos explotaciones intensivas. Naturalmente, la devastación comparativa de Salou es la ilustración perfecta de cómo el turismo enriquece a muy pocos a costa de empobrecerlo todo. Pero el realismo es absoluto. La saturación es un hecho y los autóctonos se adaptan con una mueca de Clint Eastwood. La idea de que el resto del país les puede dar lecciones o que hay algún otro modelo y unos políticos que lo crean es justamente la que ha perdido la credibilidad con las últimas legislaturas y la convocatoria de estas elecciones.