Desigualdad

Ciutat Meridiana, donde Barcelona pierde su nombre

La crisis del ladrillo ha marcado este barrio periférico, con una pobreza cronificada y récord de desahucios de viviendas

Ciutat Meridiana

Es la puerta de acceso norte de Barcelona, pero la ciudad respira de espaldas a este pequeño barrio que personifica el fracaso de un modelo basado en la especulación urbanística que ha llevado a muchos vecinos vulnerables a ocupar pisos vaciados por la crisis y ahora propiedad de bancos. La problemática de la vivienda le ha valido el mote de Vila Desahucios.

Fuera de la caseta de obra de la Asociación de Vecinos y Vecinas (AVV) de Ciutat Meridiana se ha formado una cola de cinco personas. “¿Es para el carné?”, pregunta George V., un joven procedente de Ghana. Desde hace cuatro años es vecino de este barrio de Barcelona, que suma los peores indicadores de bienestar de la ciudad. Vienen a hacerse socios de una entidad que actúa como “psicoterapeuta” para un vecindario a quien el covid ha caído encima como un peso muerto, reflexiona Filiberto Bravo, veterano líder vecinal bregado en mil batallas para conseguir servicios básicos para este barrio empinado. Cuando Fili –el pseudónimo de Bravo– ríe, se le hacen pequeños los ojos, pero se pone serio cuando explica cómo fueron las semanas de confinamiento en pisos de menos de 50 metros cuadrados y en la mayoría de los casos sin balcones y con ventanas minúsculas. Una dureza que todavía se conjuga en presente por la problemática de la vivienda.

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Este es un barrio típico del urbanismo de polígono, entendido como una zona sin conexiones con la ciudad. Tanto es así que durante mucho tiempo solo tuvo un punto de entrada y, como está rodeado por carreteras hacia el Vallès y la vía de Renfe, quedaba como una isla. Explican las crónicas que la primera idea del promotor Enrique Banús –el del Puerto Banús marbellí– para este trocito de Barcelona, fronterizo con Montcada y Reixac y Collserola, fue hacer un cementerio, pero la humedad, los vientos y las nieblas lo desaconsejaron, así que el proyecto, capitaneado por el dirigente franquista Juan Antonio Samaranch, se reconvirtió en un barrio, que en 1967 empezó a acoger familias de la inmigración española.

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Con muchas dudas por la idoneidad del emplazamiento, Teodora Casino y Rafael Hernández pagaron 300.000 pesetas (1.800 euros, “un dineral entonces”) por un piso sin ascensor –como continúan la mayoría– en una zona donde escaseaban los servicios (escuelas, ambulatorios, tiendas) y “sobraban pendientes”. “Nos dijeron que nos pondrían metro y tardaron 40 años en traerlo al barrio”, comenta riendo Antonio Palacios.

La terquedad vecinal ha hecho que la Casa Gran de la plaza Sant Jaume haya ido instalando servicios: un centro cívico, una biblioteca, un ambulatorio. Más tarde escaleras mecánicas para unir la parte antigua que pivota alrededor de la plaza Roja con el área más nueva y empinada del regazo del turonet o el primer funicular vertical de la ciudad, el papamóvil, en 2017. “No nos faltan escaleras, en esto somos los más ricos de Barcelona –ironiza Casinos–, pero funcionan cuando quieren”.

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En los años a caballo del milenio se produjo un cambio demográfico y social cuando las sucursales bancarias y las inmobiliarias se multiplicaron en cada esquina y vecinos de toda la vida vendieron los pisos a familias atraídas por los precios más baratos de la ciudad. Pero el final de la burbuja inmobiliaria hizo que el barrio pasara a ser conocido con el mote de Vila Desahucios: había “cinco o seis desalojos por semana”, apunta el líder vecinal, que estima que un tercio de los 3.800 pisos han pasado a manos de bancos y fondos buitres, hecho que generó un “efecto llamada” de ocupaciones que se tradujo en la llegada de muchas familias necesitadas de un techo, en gran parte migrantes y sin papeles. La crisis destruyó los puestos de trabajo de los nuevos residentes en la construcción y los servicios, y quienes tenían un trabajo precario acabaron en el mercado informal o directamente en el paro. "Todo fue muy bestia, la gente no tenía ni para comer", recuerda Bravo. A consecuencia de este terremoto la renta familiar de este barrio de 10.300 habitantes se ha derrumbado en veinte puntos y supone solo una tercera parte de la media de Barcelona, mientras que la tasa de paro dobla la de la ciudad y la de estudios superiores es seis golpes inferior. "De puertas adentro hay mucha necesidad", afirma.

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Nueva migración

Ahora tres de cada diez vecinos son de origen extranjero (17% en Barcelona), la mayoría de Honduras y Pakistán. Mariela S. llegó al barrio con hijo y marido hace dos años para compartir piso con unos compatriotas colombianos y allá están “hasta el final”. Su sueldo es el único que ingresa la familia, que se ve obligada a tirar de la ayuda social para sobrevivir. Peor lo tiene Ossas Ik, un nigeriano con cuatro años de residencia que no ha podido regularizar su situación porque nadie le da un contrato de un año y, por lo tanto, se queda sin ninguna prestación. “Si me dan los papeles puedo trabajar de soldador, arreglando el barrio”, afirma. 

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Vanessa Valdés tiene 37 años y un hijo de 17 a su cargo. Explica que llegó a Ciutat Meridiana en 2010 y que, ante la negativa de la antigua Caixa Catalunya a ofrecerle un alquiler social, acabó ocupando el pequeño piso “por necesidad”, defiende. Ha tenido épocas sin trabajo o muy precarias, pero ahora está contenta porque trabaja en la limpieza y confía que se retrasará el alquiler social que le han concedido, después de varios intentos de desalojos y un juicio. “Suerte del AVV, que me apoyó”, afirma, y valora que los asociados sean como una “gran familia” que se apoyan y crean una red. No hay alternativa para familias vulnerables como la suya, señala, mientras recibe la comprensión de Marta Gramunt Ávila, con dos hijos pequeños y cuatro intentos de desalojo encima. Es la secretaria de la entidad y ocupa un piso propiedad de Sareb –el banco malo–. Ella también espera que le den un piso social, si puede ser, en el barrio.

Ahora no hay tantos desalojos, admite Fili Bravo, pero mantiene que la “gente ya no vive en el día sino que vive en el momento”, porque dependen de la continuidad del techo y de trabajo y de las prestaciones y las ayudas sociales. Todo precario. Estos dos factores hacen que los nuevos residentes sean una población flotante y les cueste arraigarse, apunta Mariano Hernando, nacido en uno de los bloques y ahora director de la Plataforma de Educació Social Cruïlla para la integración laboral de los jóvenes. “Esta inestabilidad laboral, familiar y de vivienda supone mucho dolor”, explica, y añade que en gran parte el barrio “resiste” precisamente por la suma de esfuerzos del vecindario y de entidades, que han evitado, por ejemplo, que se ocupen pisos vacíos de particulares por oposición de los residentes.

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De esta inestabilidad también habla el regidor de Nou Barris, Xavier Marcé, que apunta que uno de los grandes retos es reforzar los planes de ocupación y las políticas sociales para evitar la rotación de la población y conseguir así que las dos "realidades contrapuestas" de vecinos de toda la vida y recién llegados sea más fluida. El dirigente socialista defiende las mejoras que se han hecho para dignificar plazas y calles o traer el metro y autobuses, pero también explica que al nacer ya como “un barrio de propietarios” las intervenciones en zonas privadas son difíciles de llevar a cabo. En la cuestión urbanística, apuesta por la “rehabilitación de los bloques y la instalación de ascensores” ante la complejidad de comprar suelo privado. En cambio, para Hernando la solución pasa por hacer “un API social” con el que los bancos y los fondos buitre pongan al mercado los pisos ahora ocupados o vacíos con contratos de “tres o cinco años a precios asequibles” y con la garantía del Ayuntamiento y las entidades.

A pesar de que siempre ha sido un barrio obrero, tuvo unos años “buenos”, subraya Francisco González, propietario del taller Meridiana que hoy no esconde la “alegría” que un cliente de Montcada y Reixac le haya traído un Seat 600 por revisar. El coche es de color azul y, a pesar de que la matrícula revela décadas de rodaje, conserva la chapa y la pintura intactas. “Ya no se hacen coches así”, dice en el mismo tono melancólico de cuando rememora que el barrio “funcionaba al 100%” cuando abrió el negocio a principio de los 80 y los vecinos trabajaban “en la Hispano Olivetti, la Seat y la Pegaso”.

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Cinco décadas después, el barrio todavía arrastra deficiencias y carencias y una etiqueta de periférico y vulnerable de la que reniega el regidor de Nou Barris, el distrito al que pertenece Ciutat Meridiana. "Es un barrio castigado pero orgulloso", subraya Marcé, que rechaza también las "percepciones" de que hay conflictividad, puesto que los datos constatan que, como el conjunto de Nou Barris, está muy por debajo de los índices de delincuencia que la media de la ciudad.

A pie de calle, Bravo repasa la lista de deberes pendientes que tienen las administraciones, empezando por la construcción de un nuevo edificio para el AVV, que suma 27 años de provisionalidad, y pasando por un buen mantenimiento de las infraestructuras y, sobre todo, por solucionar la problemática de la vivienda y la pobreza cronificada. "Queremos ser Barcelona", concluye.

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