Las amazonas
Las chicas de casa buena, actualmente, y descartada la opción, hasta hace muy poco absolutamente factible, de ordenarse monja, son de dos tipos. En primer lugar encontramos a la pija amazona, no porque monte a caballo, que por supuesto también (y juega a golf y le encanta el pádel) sino porque como practica un feminismo “a mi manera” ha sido lo bastante perspicaz como para no dejarse engatusar por los roles de género y bla bla bla, y aunque en casa sea una anfitriona perfecta y detallista –como lo es la mamá–, y a pesar de que su marido –que es abogado y trabaja en la compañía bajo sus órdenes– se piense que sigue llevando los pantalones, se ha dedicado a la empresa familiar (un banco, por ejemplo) con la misma furia que sus hermanos y primos machos, hasta el punto que ha conseguido, a mordiscos, situarse en lo alto del consejo de administración y meterse a los accionistas en el bolsillo. Este feminismo “a mi manera” la amazona lo ha descubierto a última hora y, muy posiblemente, gracias a su hija adolescente, que se hizo, de feminista después de ir a Londres a hacer un curso de foto de moda eb la Saint Martins, a pesar de que ahora ya no quiera ser fotógrafa, como era de esperar, porque lo que quiere es ser oceanógrafa, motivo por el cual sus papás le han comprado un submarino para que vaya practicando.
Normalmente estas empresarias tienen una visión de la economía menos expansiva que la de los hombres que las rodean, no te digo ya de la que tenía su padre, que todavía se revuelve en la tumba solo de pensar que su empresa la dirige una mujer, por mucho que sea su propia hija, y por muy consciente que fuera de que sus otros seis hijos machos eran unos imbéciles de manual. La amazona siempre tiene en la cabeza, además, aquello de la responsabilidad social corporativa, quiera decir esto lo que quiera decir (ella tampoco lo tiene muy claro), y siempre que tiene ocasión lo explica en las entrevistas, sobre todo si son para el Financial Times y firmadas por Martin Wolf.
Estas matronas se levantan a las cuatro de la madrugada y hacen una sesión de kick boxing con un entrenador personal que se completa, para rebajar la tensión y “focalizar”, con otra sesión de yoga dirigida por su gurú personal y con la lectura de un pasaje de la Biblia encontrado a la manera dadaísta, al azar, bajo la supervisión telemática de su confesor. Todo ello para inaugurar el día “fluyendo” (ahora entendemos por qué el resto vamos a trancas y barrancas todo el día). Después de ponerse en forma, y de qué manera, almuerzan, que es la única comida que harán en toda la jornada, como lo haría una campeona olímpica de halterofilia: copiosamente. En el coche, de camino a las oficinas, leen no menos de ocho diarios y se plantan a las seis de la mañana en el despacho, heredado de su padre, diseñado por Andrée Putmann y con vistas a un jardín de inspiración japonesa proyectado por Fernando Caruncho (que seguro que es de aquellos paisajistas a los que no les gusta que les llaman paisajistas “porque yo lo único que soy es un simple jardinero”) para empezar la jornada.
La razón por la cual empiezan tan y tan temprano es porque, según ellas mismas se encargan de explicar a diestro (The New York Times) y siniestro (Handelsblatt), “esas primeras horas sin interrupciones y sin teléfonos que suenan son para mí las mejores horas del día, las más creativas”. Y esta es otra cosa que hemos notado que les pasa a los miembros de la noble clase empresarial actual, es decir, a todas aquellas personas que, con gran esfuerzo según ellas, saltan de consejo de administración en consejo de administración y tiro porque me toca, y es que resulta que ellas no son productivas, como nos pensábamos, como nos exigen al resto, ellas el que son es creativas: cre-a-ti-vas.
Los fines de semana, a pesar de que siempre tienen los tres móviles del trabajo a mano (uno para Europa y el Reino Unido, el otro para América en general y el tercero para los nuevos mercados chinos), se van a la finca extremeña donde se reencuentran con la familia “porque a todos nos encanta la naturaleza”. Es entonces cuando aprovechan “para leer novela histórica, que me chifla, porque me encanta la historia y me encanta aprender, estar con los perros, tomar una copa de buen vino y cocinar arroz a la cubana, que me sale buenísimo y a los niños las encanta; bueno, digo los niños pero ya andan todos por la treintena, pero para mí siguen siendo mis niños, ya sabes cómo somos las madres, ¿no?...” Si no va al campo se escapa al norte de la Península, al palacete que ha heredado de su madre, con vistas al Cantábrico, donde navegan (a vela, seis metros) con su marido “que es tan deportista como yo, no sabría estar con un hombre que no fuera deportista, creo que a Carlos y a mí el deporte nos ha unido todavía más. Gracias al deporte hemos hecho equipo”.