Señoritas de ‘photocall’ (segunda parte)
Además de hacer prácticas en alguna revista de moda, para acabar concluyendo que es un trabajo que no les acaba de convencer, las niñas de casa buena, las señoritas de photocall, también pueden dedicar su tiempo, que como sabemos es plástico, al arte. Hay una frase muy pija y que a una persona de clase media, a una de clase obrera o a los pobres de necesidad nunca les pasa por la cabeza pronunciar, que es “Me encanta el arte”, y que tiene otra variante, “Me encanta la naturaleza”, que también dicen con mucha asiduidad.
Para ellas “el arte” (porque “la naturaleza” es sinónimo de finca familiar, safari o crucero) a la hora de la verdad se reduce solo a tres únicas actividades: primero, pintar platos de porcelana, tarea para la que su papá las ha financiado a una antigua caseta de herramientas del jardín convenientemente remodelada con un taller con un horno para cocer las piezas y toda la pesca; segundo, ser ilustradora, que para ellas consiste en hacer esbozos con lápices de colores de objetos de su entorno que combinan con mensajes escritos a tinta del tipo “¡Qué rabia, llueve!” y, finalmente y en tercer lugar, ser DJ y pinchar en las citas familiares (menos en los entierros, en todo el resto: bautizos, comuniones, reuniones de primos, puestas de largo, pedidas y bodas, cumpleaños de todo tipos...) pero también en los “eventos” de las marcas varias. Y es que contratar a la hija de una princesa griega, por muy destronada que esté, de aquellas que se han educado en Inglaterra pero pasan los veranos en Mallorca, para pinchar música entre electrónica y metafísica y con notas de pop que son, digámoslo todo, las que consiguen que el respetable no se suicide allí mismo tragándose el cristal de una copa de champán después de desmenuzarla con las manos, asegura titulares en la prensa y, de paso, crea la ficción de que aquella bohemia que viajaba constantemente, vestida de Yves Saint-Laurent, del Studio 54 neoyorquino en Marrakech y de Marrakech a Le Palace de Faubourg-Montmartre, no ha muerto.
Los pijos DJ son la versión actual de aquellos otros que tampoco hace tanto montaban un grupo de música (¿pop?) con un colega del St. Peters y un primo por parte de madre, gracias al hecho que en la parroquia les habían enseñado a tocar la guitarra española para amenizar las homilías y tres nociones de solfeo que es lo que, después de triunfar en el Starlite de Marbella y en el Festival de Pedralbes, mientras su novia, hija de un torero, aplaude desde la zona VIP, les empujará a decir en las entrevistas “Somos autodidactas”.
Si no se dedican al arte, las señoritas de photocall se hacen empresarias, que quiere decir básicamente dos cosas. Primero, montar un cáterin, a menudo con su hermana, que arrancará gracias al hecho que desde el inicio las contratarán sus propios parientes y que, después de salir en un reportaje de alguna revista de aquellas que llaman femeninas, sugerido por una prima que hace unas prácticas en Telva o en ¡Hola! Living, emprenderá el vuelo gracias a los encargos de los esnobs. El éxito apoteósico del cáterin, naturalmente, las llevará a la organización de bodas (“No más de dos al mes porque queremos que sea un espacio exclusivo”) en la casa solariega de la familia, donde el aperitivo se servirá en un antiguo patio de cuadros hoy en desuso, y el banquete bajo los arcos del salón de baile presidido por un impresionante cuadro modernista de medida natural y flanqueado por múltiples trofeos de caza, de la bisabuela, que era de origen austríaco y que, como siempre se encargarán de explicar a las parejas que vienen para probar los menús a guisa de anécdota y para distender el ambiente, fue la primera en la península Ibérica a colocar dentro de casa, por Navidad, un abeto profusamente guarnido.
En segundo lugar, pueden montar una firma de bisutería, a base de comprar charms y cadenitas a un proveedor chino, que ellas mismas publicitaran a través de Instragram talmente como auténticas mujeres anuncio, si bien en una versión más happy que la de aquellos desgraciados que, por la zona de Callao, llevaban colgando del cuello un cartel donde se leía “Compro oro”.