Atrasar la segunda dosis para proteger a más gente

Nuevos datos de las campañas de vacunación avalan dar una dosis al máximo de gente posible en lugar de priorizar la segunda dosis al cabo de tres semanas

La gestión de esta pandemia está siendo también una gestión de incertidumbres. La aparición de una nueva amenaza para la salud pública ha generado una serie de preguntas para las que la ciencia está encontrando respuestas tan rápido como puede. Para entender cómo actúa un microbio desconocido hace falta tiempo, pero para controlar una crisis se tiene que reaccionar con celeridad. La realidad, pues, choca con la necesidad.

Ante esta disyuntiva, solo se puede hacer una cosa: tomar la mejor decisión posible con los datos que se tienen en cada momento, y cuando se obtengan más, modificar, si hace falta, la respuesta. Por lo tanto, es normal que haya expertos que propongan acciones diferentes o que cambien de opinión. Esto es lo que hemos visto, por ejemplo, con las mascarillas (al principio, con lo que se sabía, algunos pensaban que no eran importantes) o la desinfección de superficies (con el tiempo hemos visto que no era tan esencial). Ahora nos encontramos en una situación similar en cuanto a cuál es la mejor estrategia de vacunación.

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Uno de los agujeros negros más importantes en nuestro conocimiento del SARS-CoV-2 ha sido siempre la respuesta inmunitaria que provoca. Algunas personas, cuando se infectan, generan pocos anticuerpos, mientras que otras producen muchos. Tampoco sabemos cuánto tiempo duran estas defensas ni qué tipo de protección dan, ni qué papel juegan las células que forman parte del sistema inmunitario en todo ello. Así pues, no es extraño que alrededor de las vacunas haya también todavía una serie de dudas, porque, al fin y al cabo, no son nada más que una manera de activar nuestra inmunidad.

Ante todo, hay que decir que el hecho de que no entendamos todavía del todo cómo funcionan las vacunas no es culpa de haber hecho las pruebas clínicas demasiado deprisa. El objetivo de estos tests es asegurar que un fármaco no es tóxico o produce efectos secundarios graves, y que hace la acción que se desea. En este sentido, todas las vacunas contra el covid-19 aprobadas hasta ahora han pasado unas pruebas tan rigurosas como es habitual con una nota muy alta, y han demostrado sin ningún tipo de duda que generan anticuerpos protectores, tal como se esperaba, y que no provocan ninguna respuesta grave, más allá de los efectos habituales de muchas vacunas durante las primeras horas (malestar general, dolor de cabeza, fiebre, dolor en la zona del pinchazo...). No representan, pues, ningún peligro para la salud y por eso se están administrando masivamente.

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Es cierto que, al acabar los ensayos clínicos, la información que teníamos sobre cómo se tenía que administrar la vacuna era limitada. Como en todos los ensayos previos, solo se habían probado ciertas condiciones en unos cuantos miles de personas, porque es logísticamente impracticable analizar todas las variaciones posibles de dosis y administración y tener suficientes voluntarios de todos los grupos (de edad, género, etnia, etc.). A partir de aquí se deducen las condiciones ideales para el resto de la población. Así pues, cuando empezó la campaña, los análisis sugerían que las vacunas protegían contra los síntomas del covid-19 pero no de la infección (un vacunado no enfermaría pero podría contagiar), y que había que dar dos dosis relativamente seguidas, separadas por dos o tres semanas, para obtener una buena inmunidad.

La opción de atrasar la segunda dosis

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Ya de buen principio algunos expertos propusieron que esta no les parecía la mejor estrategia, sobre todo por cómo estaba la situación a principios de año (en plena subida de la tercera oleada y con nuevas variantes más contagiosas convirtiéndose rápidamente en mayoritarias). Según ellos, era mejor vacunar al máximo de gente vulnerable con una inyección y retrasar, si hacía falta, la segunda. La hipótesis era que la protección de la dosis inicial, aunque incompleta, sería suficiente para evitar problemas graves en buena parte de la población que corría un riesgo importante de morir de covid-19. Basándose en análisis preliminares, asumían que incluso doce semanas después la segunda dosis provocaría una subida de anticuerpos suficiente para llegar al máximo esperado. Otros expertos consideraban que esto era arriesgado, porque los estudios clínicos previos no habían analizado estos patrones. Además, uno de los miedos era que una vacunación incompleta podría favorecer todavía más la aparición de variantes resistentes a las vacunas.

Ante esta incertidumbre, cada país ha elegido su opción. La mayoría de Europa ha optado por seguir los planes originales. España, por ejemplo, ha vacunado al 4,5% de la población con una dosis, y a más de la mitad de estos (el 2,6%) ya con dos. En el Reino Unido, en cambio, se ha priorizado la primera dosis para duplicar el número de vacunados: ahora el 26,4% de los ciudadanos han recibido una, pero solo el 0,9% se han puesto dos.

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Con más de 220 millones de personas en todo el mundo a quienes se ha administrado al menos una dosis, tenemos mucha más información que antes, y sería un buen momento para analizar los protocolos vigentes. Especialmente útil es el caso de Israel, que ya ha puesto una dosis de la vacuna a más del 50% de su población (y las dos al 36%). Según los nuevos datos que nos llegan, ¿cuál de las dos estrategias está siendo más eficaz?

Para empezar, estudios de Israel confirman que dos dosis de la vacuna de Pfizer han inmunizado al 95% de los que las han recibido, tal como preveían los ensayos clínicos, incluso cuando la variante dominante es la inglesa. Por otro lado, un trabajo hecho en el Reino Unido y publicado a finales de febrero calculaba que la misma vacuna protege contra la enfermedad a un 72% de los que han recibido una sola dosis, una cifra más alta que la estimada inicialmente. Otro estudio preliminar reciente propone que la vacuna de AstraZeneca tendría una eficacia del 76% a la hora de evitar la enfermedad, hasta tres semanas después de la primera dosis. Esto lo confirmarían estudios de Escocia, donde se ha visto que los ingresos hospitalarios por covid-19 se han reducido un 85% entre los vacunados con la primera dosis de Pfizer y un 94% con la de AstraZeneca. Además, una sola dosis de la vacuna de AstraZeneca reduciría un 67% el número de positivos (también los asintomáticos). Esto sugeriría que, en contra de lo que se pensaba, algunas vacunas podrían frenar no tan solo los casos de covid-19 sintomáticos sino también la transmisión del virus.

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Esta información es todavía muy preliminar, tiene algunas limitaciones de diseño (grupos pequeños, franjas de edad limitadas...) y se tendrá que ir confirmando a lo largo de los próximos meses. De todas maneras, parece indicar que los que la han acertado han sido los países que, como el Reino Unido, no han tenido prisa para vacunar con dos dosis. La protección que han conseguido es más buena de lo que se esperaba y ha llegado a una proporción más amplia de la población vulnerable, lo cual ya se ha traducido en una bajada importante de la presión en los hospitales. Con estos resultados, Boris Johnson ha anunciado un plan de salida lenta del confinamiento actual por fases, que no se completará hasta que toda la población adulta del país haya recibido al menos una dosis. La idea es que entonces se podrán relajar las medidas definitivamente, sin temor a aumentar los casos graves.

Seguramente no podremos decir con total seguridad quién ha tomado la mejor decisión hasta que, dentro de un tiempo, podamos analizar retrospectivamente toda la información. Pero si tenemos que tomar una decisión rápida sobre lo que hay que hacer en este momento, sería importante tener en consideración todos estos nuevos estudios para decidir si hay que adaptar la estrategia de vacunación a lo que se sabe ahora.

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Salvador Macip es investigador de la Universidad de Leicester y la UOC