"Esta niña es tan bonita que es imposible que sea hija vuestra"
Por más libros que leas, cuando llega el momento pareces un pollo sin cabeza
BarcelonaNunca habría dicho que la Guardia Urbana me perdonaría una multa de tráfico. Pero esa tarde del 10 de agosto me debieron ver con una cara tan desencajada que el agente no tuvo otra salida que cuadrarse, decir "pase, pase" e incluso cortar el tráfico para que pudiera entrar como un rayo en el parking de la Quirón. Anna había roto aguas mientras yo estaba en el gimnasio. Salí haciendo un sprint que ni Usain Bolt en sus buenas épocas y llegamos al hospital a los pocos minutos.
Eran las cinco de la tarde pero Queralt no nació hasta las ocho del día siguiente. De esa noche no recordamos gran cosa, excepto Agnès, nuestro ángel de la guarda, la enfermera que hizo lo imposible para que el parto fuera vaginal. Hubo momentos en que era la única que creía en ello. Y suerte tuvimos. Si nos lees, que sepas que te estamos muy agradecidos.
En la sala de partos todo fue muy rápido. Nos tranquilizó ver que nos asistiría el mismo obstetra que había seguido el embarazo. Entramos a las ocho y a las ocho y media ya había nacido. La cara de felicidad de ver a nuestra hija en los primeros segundos de vida es impagable, como el momento en que el doctor me da las pinzas y me hace cortar el cordón umbilical. ¡Y todo el mundo mirándome! Parecía Pujol inaugurando una carretera. Después, la criatura en el pecho de la madre. Y yo, sacando el móvil y haciendo un selfie a hurtadillas para comunicar a la familia que ya éramos uno más.
Corría el 2018, aún no estábamos en pandemia y el hospital se llenó de gente. Nada que ver con lo que pasó dos años después, cuando nació Nil. Hoy sabemos, aunque quede mal decirlo, que la calma y tranquilidad después de una noche de tensión son gloria. Pero no fue así. Venga gente. Fotos. Regalos. Todo el mundo mirándola y comenzando el debate de tribuneros entre familias: los del padre diciendo que se asemeja al padre y los de la madre diciendo que es clavada a la madre. Hasta que al cabo de unas semanas, en la peluquería, una señora que no conocíamos de nada nos suelta "Esta niña es tan bonita que es imposible que sea vuestra hija". Mire, ya se puede ir a la mierda.
Por más libros que leas, cuando llega el momento pareces un pollo sin cabeza. De eso nos dimos cuenta la primera noche. Nos mirábamos con cara de pánico y nos decíamos "Y ahora, ¿qué coño debemos hacer?" Pues hicimos guardia de dos horas cada uno para no dejar a la criatura desatendida. ¡Por si acaso! Evidentemente, cada dos por tres le acercábamos el dedo a la nariz para ver si respiraba. Al día siguiente yo estaba tan fundido que me quedé dormido en el sofá cama de la habitación. Mientras dormía vino el ginecólogo e hizo una primera revisión a la madre de la criatura. Yo estaba tan KO que no me enteré de nada. Se ve que de los ronquidos casi hice tambalear los cimientos del hospital. El médico todavía se ríe. Y Anna me lo recuerda en cada cumpleaños.
Una lección aprendida
Pero faltaba el momento estrella, el de dar el pecho. Por cuestiones que no hace falta explicar, la niña no se cogía bien a la teta. Al principio, la leche no salía. Ni leche, ni calostro, ni hostias con vinagre. Las tetinas de plástico con forma de pezón tampoco funcionaron. Al grito de "no puede ser, no puede ser", un comando de Navy SEALs formado por dos auxiliares y dos enfermeras entraron en la habitación en guerrilla de combate. Una aguantaba la espalda a Anna, la otra le cogía una teta, la tercera sujetaba la cabeza de la criatura y la cuarta la amorraba en el pecho. Y venga probarlo. Y venga insistir. Y aquello no iba ni hacia adelante ni hacia atrás.
Soy de una generación que se crió con biberón porque entonces estaba de moda. Hoy, por suerte, se prioriza la lactancia materna. Pero una cosa es lo que preferimos y la otra, lo que podemos hacer. Como la consigna era que no podíamos dejar enredarnos, que la naturaleza es sabia, que la leche saldría y que la niña se alimentaría de sobra, lo intentamos hasta el final. Un día, dos días y tres días. Hasta que, completamente deshidratada y desnutrida, acabó ingresada de urgencias una semana en la UCI de Sant Pau.
A partir de ese día hicimos de todo y más. Sobre todo, gastar dinero con tetinas y tiradores de leche. "Tengo complejo de vaca", me iba diciendo, cada vez que se ponía la máquina en la mama y sentía el brrrr-brrrr de la succión. La lactancia exclusivamente materna no fue posible. Fue mixta, hasta que a los cuatro meses tuvimos que pasarnos a la leche con polvo. Que, por cierto, no es cara: es carísima. En casos como el nuestro, ¿no debería entrar por la Seguridad Social?
Casi dos años después nació Nil. Íbamos con la lección aprendida y lo probamos el primer día. No salió y, escarmentados, pedimos a las enfermeras que nos trajeran el biberón. Al principio se resistían pero Anna, pedagógicamente, intentó contarles la historia con educación. No quedaron convencidas y querían insistir. Al final, supongo que por el cansancio, por el desgaste o por estar hasta los ovarios, les clavó un moco de los que hacen época. Total: apenas se atrevían a entrar en la habitación y saludaban discretamente desde la puerta, donde con la excusa del covid, dejaban las provisiones en la mesita de la entrada. La historia fue la misma. Después de unos meses de lactancia mixta pasamos a la leche de fórmula. Hasta que un buen día pudimos dejar al fin el biberón. Y, por cierto, el ahorro fue tan bestia que al poco tiempo pudimos irnos de fin de semana.