El elefante en la habitación: Larry Gagosian, el galerista de arte del turbocapitalismo
El marchante californiano representa la parte más oscura del mercado artístico
Nueva YorkEl prestigioso semanario The New Yorker publicó el 24 de julio un artículo de Patrick Radden Keefe sobre el marchante de arte Larry Gagosian que pone los pelos de punta a más de un mortal dedicado al arte en cualquiera de sus facetas profesionales. Me ha costado, siendo artista, pero después de leer el artículo del autor de No digas nada y El imperio del dolor, al final me he decidido a escribir sobre el asunto.
Valga empezar diciendo que ya llevo mucho tiempo intentando reconciliarme con el hecho de que la profesión que escogí, más como manera de estar en el mundo que como actividad profesional propiamente dicha, ha acabado siendo un lugar atenazado por unas contradicciones absolutamente insostenibles sobre las que, paradójicamente, nadie involucrado seriamente en él diga esa boca es mía, empezando por aquellos que son la piedra angular de todo el edificio del arte: los que lo hacen. No juzgo, simplemente expongo. Se considera suficiente decir que siempre ha sido así. Bien, por lo visto, todo cambia en profundidad, hasta el clima, menos el mundo del arte que mantiene férreamente con unas estructuras económicas y organizativas de trescientos años de antigüedad, con mucho énfasis en la “discreción” y la opacidad desregulada propia del capitalismo corporativo más voraz. Hay excepciones, por supuesto, pero no son las que marcan el tono.
Para botón de muestra, volvamos al artículo del New Yorker y a su centro de atención, Larry Gagosian, un californiano de 78 años nacido en el seno de una familia modesta, basado ahora en Nueva York, que empezó vendiendo posters en Los Ángeles a principios de los 70 después de haber hecho de todo. Hoy día tiene 18 galerías repartidas por todo el mundo, cada una con director/a y staff completo que cobran en función de lo que venden. Las sobrevuela, Gagosian, en su propio avión de sesenta millones de dólares. Controla en total 20.000 metros cuadrados de propiedad inmobiliaria dedicada exclusivamente a exposición de arte –más que muchos museos– además de propiedad residencial privada moteando el planeta. Sólo su segunda residencia en los Hamptons de Long Island está valorada en casi veinte millones de dólares), mientras la mansión principal en Nueva York costó treinta y seis millones antes de las obras de renovación.
Una galería de arte en un aeropuerto
Gagosian representa a más de cien artistas vivos y muertos entre los que se encuentran Anselm Kieffer, Jenny Saville, Cy Twombly, Donald Judd, Richard Serra, etc. Factura más de mil millones de dólares al año, sin socios, accionistas ni familia involucrada. Monta extravagancias del calibre de presentar, por ejemplo, una exposición de calidad museística de una sola noche en la legendaria casa de Curzio Malaparte en Capri para un grupo selecto de invitados con cuentas corrientes billonarias. En 2012 abrió galería en el aeropuerto parisiense de Le Bourget para que sus clientes pudieran llegar en sus aviones privados y hacer sus compras sin abandonar la terminal. Todo esto vendiendo arte. Pero un detalle importante es que, aparte de los ingresos generados por su establo (término ecuestre perfectamente aceptado en el contexto anglosajón para referirse a los artistas de una galería), su plato fuerte es el mercado secundario, el espacio de las infinitas posibilidades, difuso, opaco y misterioso de la obra que ya ha sido vendida por vez primera y por el que el artista ha percibido su porcentaje único del precio de venta. Aquí es donde está el dinero de verdad, en el mercado de reventa, que es el paraíso de la especulación y del que la artista no verá ni un céntimo a menos que tenga bícep suficiente para negociar un tortuoso y dificilísimo acuerdo vinculante que le garantice un porcentaje de cada transacción durante un tiempo determinado. Sucede poco.
Es en este escurridizo terreno donde Larry Gagosian no tiene parangón. Es capaz de vender incluso lo que no está en venta porque, afortunadamente, todo tiene un precio, aunque inicialmente lo tenga que pagar él para poderlo vender a continuación al que está salivando por poseerlo y no tiene problemas de liquidez. El poder de Gagosian reside en que comprarle a él sea un plus de garantía porque la mera transacción da legitimidad al precio, que tiene que ser necesariamente estratosférico para ser tomado en serio. Resumiendo, en un contexto en que el que la crítica y la teoría del arte han perdido fuelle, credibilidad y poder avalador real a favor del turbomercado –el único que sienta precedente y que reina como incontestable filtro evaluador de la obra de arte y su importancia–, Larry Gagosian es el rey del mambo.
En este vendaval de millones en el que, como en la política, la realidad es menos determinante que su maleable percepción, obras que deberían estar en colecciones públicas no lo están, porque los museos ya no disponen de los recursos económicos para adquirirlas a unos precios de mercado de vértigo y acaban desaparecidas durante décadas en los búnkeres a prueba de todo de las áreas libres de aeropuertos internacionales, como el muy notorio de Ginebra. Este arte ya no existe para el disfrute de la ciudadanía ni para aprender de dónde venimos ni quienes somos, solo existe como activo para ser vendido por el doble o el triple de la última transacción. En el mercado secundario ya sale más a cuenta vender simple y directamente por una tonelada de dinero y pagar impuestos, o saltárselos con un poco de mano izquierda mediante una conveniente cornucopia de bucles legales.
Defender el museo público por imperativo moral
Ante esa coyuntura se tendría que defender el museo público por simple imperativo moral, creo yo. La gran pregunta sin respuesta dado que, de momento, nadie la hace es si este estado de cosas no es el beso de la muerte para el arte entendido como un instrumento inmemorial de conocimiento y de interpretación del mundo. Una cosa es trabajar, los artistas, como decoradores del poder real, que es lo que hemos sido tradicionalmente y otra es hacerlo para alimentar directamente la especulación bursátil. A mí me parece que el arte queda comprometido, sobre todo el político, si su función se reduce a ser un mero activo de inversión, capaz de dar más y mejores resultados financieros que el dinero mantenido en fondos buitres o los pelotazos perpetrados en el mercado de valores con información privilegiada. La información privilegiada, dicho sea de paso, es el instrumento ilegal más importante dentro del mercado especulativo donde con la connivencia de coleccionistas y casas de subastas puede cuadriplicar los precios de un artista en una tarde.
¿A dónde voy a parar con esta historia? A poner llanamente sobre la mesa la supuestamente inimaginable posibilidad de que el mundo del arte tal como lo conocemos no sea una enfermedad incurable y se pueda trabajar, crear, pensar y legitimar la producción de arte de otra manera. A proponer, también, que lo que representa Larry Gagosian no es necesaria ni precisamente el paradigma de excelencia de nada ni el modelo a seguir para calibrar el valor del arte ni el mérito de determinados artistas que elija la logia del capital. No es aceptable ni moralmente legítimo que el único filtro determinante del valor del arte sea su precio. No lo es, pero es lo que sucede actualmente. No discuto el derecho de nadie a ganarse la vida vendiendo arte, en absoluto, pero cuestiono enérgicamente que el objetivo final del arte sea forrarse y más si se hace en un contexto monopolista, secreto, desregulado y controlado por un grupo reducidísimo de personas dedicadas a la creación de escasez (sí han leído bien, escasez, que es la condición sine qua non que está detrás de los precios siderales) que no tienen además nada que objetar al capitalismo más selvático.
He escrito este texto para abrir las puertas a un debate que debería haberse producido hace mucho tiempo a partir de la base de que el mundo del arte que conocemos no es el único posible ni debería serlo, particularmente cuando ya llevamos un periodo muy dilatado en el tiempo (la modernidad) en el que se ha cuestionado absolutamente todo a la hora de definir el arte del tiempo que nos ha tocado vivir pero, sin embargo, no se ha cuestionado nada sobre su base económica, su sistema de distribución y su filtraje de relevancia estética e histórica cuando la cultura del siglo XXI no tiene nada que ver con la del XVIII. La galería de arte se concibió con toda la lógica del mundo alrededor de y para la pintura, pero no se puede pretender que sirva para todo. Se ha llegado al extremo, forzando las cosas hasta el absurdo, de acabar vendiendo, por ejmplo, video como pieza única o en series reducidísimas cuando lo que se pretendía originalmente con esta disciplina era normalizar un arte horizontal, económicamente democratizado que cualquier interesado pudiera disfrutar con muy poco dinero. ¿La razón del despropósito? Pregunten a Larry Gagosian y les dirá que nada que valga nada puede ser barato porque lo único que garantiza el valor (moral) de todo, sea arte o excrementos reciclados, es su demanda y su precio de mercado correspondiente. La mayoría de los artistas, por desgracia, nos lo hemos creído y ya sabemos que con las cosas de comer no se juega.
Ya es suficientemente difícil todo para ponerse ahora a enredar el patio, me dirán algunos. De ahí el silencio y las caras de incomodidad cuando alguien se atreve a levantar la liebre. Habría que añadir las acusaciones de resentimiento: ¿le dirías que no a Larry Gagosian si te prometiera hacerte millonario? Como no te lo propone te pones en plan estupendo a cuestionar el sistema in toto… Bien, al comienzo del movimiento feminista también se acusaba a sus militantes de ser mujeres frustradas por no apetecer, supuestamente, a nadie, ¿recuerdan? El tiempo siempre pone las cosas en su sitio.
Pienso que es el momento de resetear el arte redescubriendo sus premisas antropológicas y sus funciones sociales, de lo contrario sólo se conseguirá convertirlo definitivamente en decoración de lujo (hay quién piensa que no es otra cosa), sin la poca credibilidad que le queda en el concierto general de las ideas y sin autoridad moral para una crítica realmente radical del modelo de sociedad en el que, bajo la cortina de colorines de una democracia de escaparate, se trabaja sin descanso para que la desigualdad no sea excepción sino regla. Al fin y al cabo –nos dan a entender– todos y todas nacemos iguales, pero a partir de ahí espabílate, amigo, que no están las cosas para repartir caramelos. Pues bien, a contracorriente del sentido común capitalista, sin este rearme intelectual e ideológico fuera de los dogmas de fe de la economía de mercado, el arte pasará a existir en un limbo de inane irrelevancia con la que ya lleva demasiado tiempo coqueteando.