La adolescencia es una película de terror

A primera vista, todo suena familiar en Falcon Lake, estimulante debut como directora de la actriz Charlotte Le Bon: el verano, la cabaña en el lago, un chico adolescente y una chica mayor como catalizadora de un deseo fulgurante que agrietará el universo infantil del protagonista. Y, sin embargo, desde las primeras y siniestras imágenes (el cuerpo de una chica flotando en un lago, emulando un cadáver), el filme parece avanzar a partir del constante boicot a los lugares comunes del relato de tránsito a la madurez. Si en estas ficciones el protagonista adolescente emprende un viaje de descubrimiento que le permite acceder, más sabio y más maduro, a la juventud, los personajes del filme de Le Bon no parecen avanzar, sino que se definen por una tozuda inmovilidad, por una irritante –sobre todo para los chicos mayores que desean en vano la esquiva protagonista– suspensión de ese proceso de madurez.

El film refuerza la sensación de crecimiento suspendido con una estilizada propuesta visual –un formato de pantalla casi cuadrado, textura analógica– que otorga a las imágenes una calidad etérea y fantasmagórica, pero que también parece embalsamar a los protagonistas, fijarlos en los límites de un estrecho encuadre con el aspecto de una fotografía antigua. Es aquí donde Falcon Lake se cruza con Las vírgenes suicidas, otro retrato lánguido, a la vez sensual y fúnebre, de una adolescencia aislada en la que la muerte aparece como solución radical para frenar el tránsito en la edad adulta. A diferencia de Sofía Coppola, Le Bon apuesta decididamente por el fantástico: los planos generales donde se vislumbran presencias inquietantes y la sombría dirección de fotografía, que transforman el lago y el bosque en espacios amenazadores, permiten prever el viraje brusco (quizá demasiado) del relato hacia un desolador cuento de fantasmas. En el fondo, LeBon nos cuenta algo que ya sabíamos: la adolescencia es una película de terror.