Penélope Cruz ocupa la 'pole position' de un notable drama automovilístico

Es posible que el boxeo tenga más películas icónicas, pero no hay ningún deporte que se beneficie más del cine que el automovilismo. Personalmente, nunca se me ha ocurrido ir al circuito de Montmeló ni he conseguido ver entera la retransmisión de una carrera, pero es sentir el rugido de los motores en los altavoces de una sala de cine y los sentidos se me disparan. El diseño de sonido y el montaje permiten una magnificación del detalle y un dinamismo imposible de poner en escena de otra forma, y ​​seguramente no hay nadie que entienda mejor eso que Michael Mann, un cineasta especialmente dotado para colocarnos en el alma de la máquina, ya sea un arma de fuego, como en Heat, o un circuito electrónico, como Blackhat.

Podemos debatir si, a la hora de tomar las riendas de Ferrari, lo que más interesa al director de Colateral es paladear el acero en movimiento o adentrarse en la psicología opaca del hombre que construyó la más célebre escudería de Italia. Pero es justamente de esa ambivalencia de donde Mann saca la tensión magnética de un filme que pivota entre los espacios domésticos donde Enzo Ferrari nunca acaba de dar pie y el asfalto que le llama para hacer correr su orgullo… y exigir el sacrificio de sus pilotos.

El guión de Troy Kennedy Martin magnifica la pulsión luctuosa centrándose en un episodio muy concreto de la vida del ingeniero: en 1957, todavía reciente el duelo por la muerte de su hijo y punteado por unos trágicos accidentes filmados frontalmente. Esta visceralidad contrasta con el antinaturalismo dramático del que hace gala la obra, que encuadra al Ferrari de Adam Driver con una gravedad monumental y llena de fuego amargo las líneas de diálogo de su mujer Laura, encarnada por una Penélope Cruz que nos recuerda nuevamente que es la actriz contemporánea que mejor canaliza la terribilitano que poseían la mirada y los gestos de las divas del cine italiano de posguerra.