Año Català-Roca

¿Cómo era mi padre? El Bach de la fotografía

Andreu Català Pedersen
y Andreu Català Pedersen

Una de las definiciones de clásico es “aquello que merece ser imitado”. Y siendo así no hay ninguna duda de que mi padre es un clásico que ha marcado con su influencia diversas generaciones. Como estudioso que soy de la música, además, me gusta decir que es “el Bach de la fotografía”, porque ambos autores vivieron consagrados en la producción de sus obras, con un dominio absoluto de las herramientas y del oficio. Si uno hacía misas, conciertos, cantatas, sonatas..., el otro hacía retratos, arquitectura, paisaje, industrial... Y, si el músico era un virtuoso del oído, esta facilidad Francesc la tenía con la vista. Por poner un ejemplo: no empezó a utilizar el fotómetro hasta que empezó a hacer fotos en color. En general le bastaba con mirar a ojo para saber qué exposición o qué tipo de carrete tenía que utilizar. Cuando compraba un lote de material, hacía algunas pruebas y después ya tenía claro qué tenía que usar en cada momento.

Hijo como era de Pere Català i Pic, auténtico visionario de la fotografía como se puede ver estos días en la exposición Els Català, que se presenta en el Museu d'Historia de Catalunya, empezó muy joven en el oficio, a los 13 años. Amante de la broma, decía: “Nací rodeado de herramientas de revelado y el entierro ya lo tengo pagado. Toda la vida he vivido de la fotografía”. Pero decir que solo era fotógrafo quizá es quedarse corto, porque en su caso se trata de un idilio apasionado con la luz.

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Él mismo decía que había vivido “buscando la luz”, que era, para él, lo más importante en la fotografía. Era la parte que le interesaba y donde focalizaba toda la atención. De hecho, los reflejos, las transparencias y las sombras están en el centro de muchas de sus obras. Y cuando hacía las copias, a partir muchos veces de negativos de 6x6, buscaba poner el énfasis en las partes donde estaba la luz que le había llamado la atención, que había visualizado o buscado anteriormente. La realidad, decía, está llena de fotografías y lo que hace el fotógrafo es elegirlas y captarlas. En su caso, además, los negativos eran la base, pero el encuadre de la copia se adaptaba a lo que quería mostrar en cada momento. Por eso una misma imagen aparece con cortes diferentes en función del libro o de lo que tiene al lado.

La importancia del contexto

Le daba tanta importancia a la manera en la que se mostraban las fotografías que no soportaba que se exhibieran como si fueran pinturas o grabados, con marco y vidrio. A él le gustaba presentarlas sin marco e impresas sobre un bastidor de madera, a medida grande; igual que hacía en los libros, donde miraba que ocuparan todo el papel para crear diálogos entre las imágenes -su experiencia de joven con los fotomontajes que hacía con su padre le había mostrado hasta qué punto cambiaba la lectura en función de qué imágenes tenía al lado- y evitaba, si podía, que se presentaran rodeadas de blanco, porque creía que eso oscurecía la imagen. El blanco, decía, tiene que estar dentro de la fotografía, no fuera.

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Con esta manera de exponer su obra, como hizo en su primera muestra en la Sala Caralt en 1953, ya se avanzó a lo que sería más común a finales de los años 50, cuando, influidos por la famosa exposición The family of man, de 1955, muchos fotógrafos también se pasaron a los grandes formatos. Él, sin haber podido salir ni viajar por la autarquía en la que todavía vivía la España de Franco, ya tenía clara esta visión.

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No fue lo único en lo que se adelantó. También, en una entrevista que le hicieron en 1952 en Revista -publicación en la que él mismo colaboraba-, hablaba del “momento más elocuente”, un concepto calcado al que aquel mismo año desarrollaría Henri Cartier-Bresson en su famoso ensayo sobre el “momento decisivo”, uno de los ejes de la fotografía documental. Y, todavía más, también se adelantó en 1954 a la fiebre de los libros fotográficos donde una ciudad es protagonista con la Guía de Madrid y sobre todo Barcelona.

Por no hablar del color, está claro. Se pasó muy rápido a él, sin problemas. En 1973 ya había hecho la transición y usaba película; además, porque no se fiaba de las diapositivas, puesto que decía que era fácil que se perdieran o se tacharan. Él prefería dar la copia en papel y guardar los negativos, porque, además, era muy consciente, como también lo era su padre, de la importancia del archivo. Del suyo, con más de 200.000 negativos y ahora custodiado en el archivo del Col·legi d’Arquitectes de Catalunya, solo se conoce una pequeña parte, puesto que ni mi hermano Martí, muerto en el mes de noviembre, lo llegó a poder explorar del todo.

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Trabajó en tantos ámbitos que resulta difícil definirlo. Le importaban la luz y la imagen, no el fetichismo del objeto. La fotografía era una manera de escribir a través de la luz y lo que importaba era el resultado, la comunicación. Es absurda la distinción entre fotógrafo documental y fotógrafo artístico, porque una cosa va conectada a la otra. Él, sencillamente, se consideraba un fotógrafo profesional. Y esto ya es mucho. Porque fue un caso único en la historia de la fotografía, un maestro del blanco y negro, y un maestro del color que no tenía solo una, cinco o veinte fotos buenas. Las de él eran todas extraordinarias.