¿Cómo ama a un hombre singular?
'El amor de los hombres singulares', del brasileño Victor Heringer, toca el tuétano de una verdad inapelable: la irrevocabilidad de los destinos desgraciados
'El amor de los hombres singulares'
- Victor Heringer
- Las Horas / Sexto Piso
- Traducción de Pere Comellas
- 160 páginas / 17,90 euros
Camilo Cruz crece en Queím, un suburbio de Río de Janeiro, en los años setenta. Aunque está rodeado “de gente pobre”, carne de favela, es hijo de una familia de clase media, con comodidades suficientes. Mi padre es médico, hace muchas guardias. Mamá está en casa, y pasa un montón de horas encerrada en una habitación llena de huevos que colecciona, huevos para hacer hermoso. El chico tiene una hermana menor. El matrimonio apenas se habla, y está a punto de separarse. “El tejido de nuestras vidas estaba oscuro y nos escondía completamente, un burka sin ojos”. Camilo nació con el cordón umbilical envolviéndole el cuello, apretándole. Por culpa de esto, sufre lo que ahora llamaríamos una diversidad funcional. Él, sin embargo, utiliza un lenguaje más directo: “Terrado, pero no mucho”. Utiliza muletas para andar desde los ocho años.
Victor Heringer (1988-2018) incorpora dibujos y fotografías en la novela. Y, de vez en cuando, también unos pequeños solos hechos de apóstrofos y hasta algún corazón negro, que, integrados en el texto, resultan más bien pueriles. También se inventa un montón de palabras: susurro, terrofástico, discapacitante o risa, que el lector ya juzgará si aportan ningún tipo de plus expresivo al relato (yo me inclino a pensar que no). Pero la historia, desesperanzada, en algunos pasajes llega a conmover. Por ejemplo, cuando ensaya alguna forma de compasión: “Estaba borracho [el padre]. Iba un poco de torcido, como el hijo tullido”.
Descubrir el amor gracias al hermanastro
Un día, cuando Camilo todavía es pequeño, su padre llega a casa con un niño de piel más oscura, Cosme. ¿Es hijo de víctimas de la dictadura militar? La primera reacción consiste en rechazar al recién llegado, que parece haber hecho acto de presencia para turbar la paz de un hogar que no resulta, precisamente, un modelo de armonía. Pero poco a poco el parecer de Camilo hacia su hermanastro irá cambiando. Y también su cariño, que es compartido por el otro. Juntos descubrirán la sensualidad. Y el amor. El primer amor. “Yo amé a Cosmet como Bárbara amó a Guilherme”. Esta frase forma parte de una larga retahíla de frases que nos hacen saber que todo de personas, nombres, aman a otras personas, otros nombres. Seis páginas llenas de nombres amorosos, ¡seis!: “Le amé como Lucas amó a Sophia y Daniel amó a Gabriela”. Supongo que es un rasgo más de la escritura iluminada que también da lugar a los pequeños solos o, en un capítulo anterior, a una larga enumeración de niños de la clase (que, en realidad, es una tipología de criaturas posibles en Brasil de los setenta).
Cuando el protagonista ya es mayor, acoge en su casa a un niño callejero, Renato, y hay cierto efecto de simetría respecto al advenimiento inexplicado de Cosme tantos años atrás. Le protege, como le hubiera gustado que alguien le hubiera protegido a él, durante su infancia. Hemos leído infinidad de historias de formación. Ésta no difiere mucho de la mayoría. Sin embargo, hay un hecho trágico, que interrumpirá la relación entre Camilo y Cosme: “Mis cosas tienen algo de memoria, y su memoria está enganchada al recuerdo de Cosmet”. A pesar de todos estos rasgos de estilo que más bien me hacen fruncir la nariz, la historia va creciendo, y toca el tuétano de una verdad inapelable: la irrevocabilidad de los destinos desgraciados. Todo muy triste, como la presencia de la madre, ya derrotada por la existencia, que se muestra en el narrador como un “olor a dientes casi carcomidos, pero recién lavados”.