Celebración del monstruo que somos
Emil Ferris publica la conclusión de ''Lo que más me gusta son los monstruos', obra clave de la novela gráfica reciente
'Lo que más me gusta son los monstruos'
- Emil Ferris
- Finestres / Reservoir Books
- Traducción de Montse Meneses
- 424 páginas / 40 euros
En 2017, el primer libro deLo que más me gusta son los monstruos (Finestres, 2024 / Reservoir Books, 2018), debut de Emil Ferris (Chicago, 1962), acaparó, con justicia, la atención de crítica y público. Siete años más tarde, tras múltiples dificultades, la dibujante ha logrado culminar su obra con el segundo volumen, que aparece en España antes que en Estados Unidos, en ediciones de Finestres (catalán) y Reservoir Books (castellano), con traducción de Montse Meneses y rotulación de Nacho Casanova (catalán) i Sergi Puyol (castellano).
A pesar del tiempo transcurrido, hay una coherencia visual y técnica casi total entre los dos volúmenes. Ferris retoma la historia de la niña Karen Reyes –rito de paso a la vida adulta con ecos autoficcionales– contada a través de las páginas de sus cuadernos, elaborados con bolígrafos de colores: un trampantojo que permite jugar con la subjetividad del relato, flexibilizar la puesta en página y filtrar la sórdida realidad de los barrios bajos del Chicago de los años 60 a través de la imaginación de Karen y de los códigos del género negro y la serie B, en una doble reivindicación: por un lado, la disolución de las jerarquías culturales; por otro, el valor del arte como herramienta para entender el mundo.
"Me dibujo tal como soy"
El teórico de la imagen John Berger escribió que cada dibujo contiene el tiempo de su proceso de realización, “una multitud de momentos”, y en Lo que más me gusta son los monstruos esto no podría ser más cierto: el dibujo se convierte en un lenguaje íntimo, que se modula en función de las circunstancias y estados de ánimo, ya que todo lo que vemos ha sido dibujado por Karen. Las páginas más barrocas corresponden a momentos de calma y de intimidad, mientras que otras secuencias se muestran con trazos rápidos e imperfectos, que transmiten urgencia, agitación o ansiedad. Ferris, magnífica dibujante, subraya la condición artificiosa del dibujo con constantes mise en abyme, y explora el potencial de la representación subjetiva: “Que sepas que me dibujo como soy en realidad y no cómo me ven los demás”, dice la protagonista, que se autorrepresenta como una niña loba, en busca de una identidad elegida –no impuesta–, situando la obra en la órbita del debate identitario de nuestra época. En la línea de grandes figuras del pop como David Bowie o Lady Gaga, Ferris resignifica el término monstruo, y lo convierte en una celebración de la diversidad étnica y sexual, pero también en refugio para los marginados y quienes no encajan en el sistema, disidentes de todo tipo que crean una comunidad plural, una familia. Para Ferris, existe una conexión obvia entre lo freak y lo queer.
Paralelamente a este proceso de autodescubrimiento, continúa la investigación por parte de Karen del asesinato de su idolatrada vecina Anka –una judía superviviente del Holocausto de pasado oscuro–, motor del primer libro, que parece pasar a un segundo plano en los compases finales de la trama, hasta el punto de que el desenlace se precipita de forma un tanto atropellada e insatisfactoria, después de haberla seguido durante cientos de páginas. A ello se añade un acto final inconexo con todo lo anterior y que, por añadidura, tampoco aporta nada significativo a los valores del relato. Que son muchos, por supuesto: Lo que más me gusta son los monstruos, pese a su irregular final, se ha ganado sobradamente un lugar privilegiado en el cómic de la última década como una obra que explora las conexiones entre arte y vida, que aborda la diferencia con todas sus aristas, sin mensajes moralizantes, y que abre nuevos caminos para el medio de la historieta.