¿Qué hacemos con la globalización?
03/05/2025
4 min

BarcelonaPocos años antes de que entráramos en el siglo XXI, el libre mercado se expandió por todo el mundo. Este fenómeno le llamamos globalización: una etapa histórica en la que los países se interconectaron como nunca lo habían hecho antes, el capitalismo se convirtió en el sistema económico hegemónico y la tecnología facilitó estrechar lazos supraterritoriales, generando intercambios que tenían un impacto directo, por ejemplo, en la industrialización de los territorios o el uso de las lenguas en el día a día. Estos días me pregunto: ¿podemos hablar en pasado, ya, de la globalización?

Repasamos un momento este período. Sabemos a ciencia cierta que ha destacado por la libertad de movimientos, que ha sido tan dinámica (el impacto de un ciudadano que se mueve, que deja un país y entra en otro) como estática (el impacto de un ciudadano que, sin moverse de sitio, hace acciones que tienen una repercusión en el mundo). Si hablamos de la libertad de movimientos dinámica, sabemos que los fenómenos migratorios han existido siempre, en su mayoría persiguiendo el objetivo de encontrar unas condiciones de vida mejores en un lugar diferente al que hemos nacido. En la globalización, esta circulación de personas ha tenido otra derivada, que son los movimientos que no se han hecho por necesidad o urgencia, sino por algún otro tipo de interés, voluntad o disfrute: circulaciones globales por ganas de hacer turismo o de buscar trabajo o de invertir en otros países aunque en el tuyo no tengas ningún problema relacionado con la economía, las guerras, dicta.

La libertad de movimientos estática tiene que ver con los recursos supraterritoriales que utilizamos cada día sin movernos de sitio. Decisiones económicas, como a quien compramos comida, ropa, dónde y con quien invertimos dinero, etc.; o decisiones tecnológicas y culturales. Un claro ejemplo de esta libertad son las acciones que llevamos a cabo a través de nuestras pantallas, que tienen un impacto real en el mundo. En mi caso, la primera alarma me saltó hace unos años, cuando miré los hábitos digitales de mi alrededor y reflexioné sobre el uso del catalán en internet. Las lenguas son la raíz de cualquier diferenciación cultural. Si cuando abrimos las pantallas abandonemos nuestro idioma, la repercusión de ese abandono no la tendremos sólo en internet, sino también en la realidad física, en nuestros entornos y en las generaciones futuras. Los catalanohablantes, todas las lenguas que hablamos inconscientemente de que no son el catalán, las hablamos sólo porque entendemos que son poderosas. Y en el momento de hablarlas, están ejerciendo su poder sobre nosotros. No me alargaré demasiado, citaré sólo al escritor kikuiu de Kenia, Ngũgĩ wa Thiong'o, que en Descolonizar la mente (Rayo Verde, 2017) decía que la colonización de un territorio no sólo se consigue materialmente, a través de la violencia directa, sino también mentalmente, como una gota malaya en hábitos como el uso de las lenguas. En otra etapa de la historia, el poder de las grandes potencias no se llamaba globalización, sino imperialismo.

Estos últimos meses me interesa mucho la forma en que parece que dos bandas distintas del espectro ideológico apuesten por el no-movimiento o, mejor dicho, por el movimiento interno: por un lado, el proteccionismo que vemos en las grandes potencias mundiales, como Estados Unidos, China y Rusia, lo que quiere es asegurar las . donde los países sean fuertes, tengan su propia tecnología y no dependan tanto de los intereses de los demás. En cambio, desde el otro lado del espectro, existe una izquierda (aún demasiado minoritaria, por mi gusto) que ve peligrar la diversidad mundial y que también defiende un proteccionismo sobre las culturas de los territorios que se disuelven bajo la telaraña invisible de los grandes poderes fácticos. En los últimos años, los movimientos anticolonialistas han cuestionado a figuras como la del turista, el periodista, el fotógrafo o el antropólogo, especialmente si vienen de Occidente. Teóricos a los que respeto profundamente, como la pensadora anticolonialista Ariella Aïsha Azoulay, apuntan que una de las pocas maneras de salvar una cultura es no tener contacto con ellas, respetar sus fronteras y sus bienes. Fuera de las ideas, la realidad es muy compleja.

¿Cómo dialogaremos culturalmente sin ser violentos entre nosotros?

Si es verdad, y todos los cambios que estamos viendo a día de hoy en el mundo marcan el fin de la globalización tal y como la hemos conocido hasta ahora, y el giro hacia modelos de países que puedan servirse a sí mismos, mis preguntas son múltiples: ¿haremos el mismo movimiento, también, con las culturas? ¿Protegeremos, por fin, la diversidad cultural ante todos los poderes hegemónicos que nos han pasado por la cara en los últimos años a través de una supuestamente inocente ciudadanía del mundo, y de una gran digitalización? Y entonces, una pregunta que ya va un paso más allá: si dejamos de ver con malos ojos que un ciudadano de un territorio defienda su cultura propia, si no culpabilizamos a las culturas minorizadas por pedir espacios seguros, una vez conseguido esto, ¿cómo aseguraremos la comunicación entre ciudadanos? ¿Cómo nos interesaremos por el mundo de los demás sin hacerles daño? ¿Encontraremos algún día una forma bonita de aproximarnos a las especificidades de los territorios, una manera que no les suponga la exotización, la ridiculización, la no comprensión, la superioridad, la minorización? ¿Cómo dialogar culturalmente sin ser violentos entre nosotros?

Si ha llegado hasta aquí, debe ser consciente de que esta columna forma parte del suplemento Ahora Leemos y que, por tanto, en realidad, todo lo que quiero, aparte de compartir mis preocupaciones con vosotros, es recomendarle un libro. Y este libro es Las tinieblas del corazón de Albert Sánchez Piñol (La Campana, 2025). Una obra que he disfrutado porque al final, tras el cuestionamiento de la mirada del antropólogo (que podría ser también la mirada del ciudadano global: del turista, el activista descolonizador o el empresario digital, cada uno persiguiendo su fin), surgen unas preguntas tanto colectivas como individuales. Por un lado, ¿qué conciencia cultural tenemos y en qué momentos creemos que es importante demostrar resistencia, defendernos, plantarnos, repetir hasta el aburrimiento que tenemos una identidad propia? Y, por otro, como personas, cuando miramos a los demás, ¿somos capaces de ver más allá de nosotros? Lea Las tinieblas del corazón y continúeos preguntando, porque parece que vuelve a llegar el momento de cuestionarnos cómo debemos relacionarnos entre nosotros.

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