Literatura

Lolita Bosch: "Llevo diez años sin volver a México porque mi vida correría peligro"

Escritora

Lolita Bosch
29/11/2025
5 min

BarcelonaAunque ha tenido una relación literaria y personal con México desde hace más de tres décadas, Lolita Bosch (Barcelona, ​​1970) no podrá viajar a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su implicación en la denuncia del narcotráfico y en sus implicaciones financieras y políticas a través de múltiples libros, entrevistas y actos públicos hizo que, a partir de 2012, empezara a recibir amenazas y que sus visitas al país hayan sido cada vez más complicadas, hasta el punto de que ya no puede volver porque pondría en peligro su vida. Habla al impactante Una vida normal (La Campana, 2025).

Antes de llegar por primera vez a México en 1993, ya habías estado en contacto con su literatura, ¿verdad? Tengo entendido que la lectura de Pedro Páramo fue muy importante para ti.

— Sí. Mi padre me regaló Pedro Páramo, de Juan Rulfo, cuando tenía 16 años. Me impresionó muchísimo y pensé: uno, ¿de eso es capaz la literatura? Fue un choque muy bestia. Al poco, un amigo mío fue a México y regresó con un libro que había editado Mexicana de Aviación para celebrar sus 50 años que se llamaba 21 cuentos mexicanos, donde había autores como Juan Vicente Melo y Carlos Monsiváis. Me impactó tanto que fui a ver a una tallerista argentina que vivía en Barcelona, ​​Zulema Moret, para decirle que quería escribir pero que no podía pagarle dinero. Me dijo que le presentara un cuento y que si le gustaba podría hacer el curso gratis.

¿Qué escribiste?

— Un cuento que pasaba en el desierto de México y que estaba protagonizado por una mujer que esperaba tanto tiempo a alguien que acababa convertida en un cactus.

¿Conseguiste la beca?

— ¡Sí! Me hubiera gustado poder continuar en una escuela de escritura, pero en aquellos momentos, por muy increíble que pueda parecer, en Barcelona no había ninguna. Todo el mundo me aconsejó que estudiara filología, pero yo no lo veía claro, porque no quería reglas, sino herramientas para ser más libre escribiendo, y acabé haciendo filosofía. Años después, me sentí muy identificada con un consejo que daba Constantino Bértolo: "Si alguien te dice, durante una conversación telefónica, la palabra gramática, cuelgas automáticamente".

¿Cómo fuiste a parar a México?

— Después de la carrera seguía buscando una escuela de escritura práctica y encontré dos. Una estaba en Argentina y la otra en México, y me decidí por la segunda. Llegué a finales de 1993, con 23 años, y después de pasar la primera noche en un hotel, salí a la calle y tuve la sensación literal de que yo estaba de allí. Desde entonces digo que yo, culturalmente, soy mexicana.

¿Por qué?

— Descubrí muchas cosas en México. La pasión por la literatura y el respeto por la cultura, pero también descubrí el amor. Tuve una suegra que me enseñó a hacer todas las cosas de casa, desde las albóndigas hasta la forma de lavar los cristales. Aún ahora dejo un limón con agua caliente en el fregadero para que los platos huelan buen olor.

México no tardó en incorporarse como escenario en tu literatura, ¿verdad?

— Antes de publicar nada volví a Barcelona por motivos familiares. Encabé toda mi vida en dos cajas gigantes que atravesaron el océano en barco desde el puerto de Veracruz. Había vasos, cubiertos, ropa, muebles... y unos 3.000 libros. Mientras hacía un doctorado de teatro me presenté a un premio de literatura experimental en Olot y lo gané. De ahí salió Esto que ves es un rostro [CCG, 2004], y al poco Tres historias europeas [Caballo de Troya, 2004], Elisa Kiseljak [La Campana, 2005] y Quién fuimos [Empúries, 2006]. En éste último aparece México por primera vez.

Desde entonces ha sido constante en tu obra.

— En castellano hay muchos libros –muchos de los cuales no se han publicado aquí– y en catalán hay otros cinco libros, el último de los cuales es Una vida normal, mi libro número 100, donde explico todo lo que ha pasado para que no pueda volver al lugar más maravilloso y al mismo tiempo más terrible del mundo.

¿Cuándo empezaron los problemas?

— Hace diez años que no puedo regresar a México porque mi vida correría peligro. Es muy bestia lo que me ha ocurrido. He pasado muchísimo miedo. Amenazas hiperexplícitas, persecuciones... He visto mucho dolor y mucha injusticia. En el 2006, el presidente de México del momento, Felipe Calderón, salió a la tele y declaró la guerra al narco. Yo, que me había ido concienciando de que los escritores tenemos una función pública y debemos ser consecuentes con los privilegios que tenemos, cuando empezó esta guerra envié un correo a 300 personas que tenían acceso a los medios, con el título Nuestra aparente rendición. En el cuerpo preguntaba: "¿Cuántos somos y qué podemos hacer?".

Nuestra aparente rendición se convirtió en una plataforma por la paz, ¿verdad?

— Acabó siendo la plataforma más grande que ha habido en México contra la guerra. Acabé dirigiendo de forma voluntaria a un equipo de 92 personas. Cuando salió Campos de amapola antes de esto (Random House, 2011) –que en catalán se llamó Campos antes de todo esto (Empúries, 2011)–, el libro tuvo tanta repercusión que me convertí en lo que allí bautizaron como "mujer espejo de la guerra".

En Una vida normal explicas que el espacio que creó entre activistas, periodistas y víctimas le "alejó de todo lo que quedaba fuera". ¿Por qué te comprometiste tanto?

— Como le ha ocurrido a todo el mundo con quien yo he trabajado en la guerra, hubo un muerto que me afectó especialmente. Fue Manuel, que vendía tomates en la Central de Abastos, que es lo que sería nuestro Mercabarna. Lo mataron de forma superviolenta, y como lo viví de tan cerca, decidí poner mi cuerpo en la guerra.

En otro pasaje del libro recuerdas que hace un tiempo, una chamana catalana te dijo que "tenías el cuerpo lleno de jóvenes muertos". Y añadió: "Tienes la barriga llena de adolescentes asustados que piden ayuda".

— Por culpa de tanto sufrimiento acabé desarrollando obesidad mórbida y tuve que operarme. También sufría una enfermedad autoinmune. Esto de los jóvenes muertos que llevaba dentro es literal, porque he visto desaparecer a muchos hijos y muchas amigas mías. He visto morir a mucha gente. He visto mucho ensañamiento, mucha crueldad... y al mismo tiempo te diría que apenas he visto maldad. Una de las únicas excepciones fue la de un capo que había hace mucho y que era un psicópata.

No has vuelto a México desde 2015. La primera amenaza te llegó a finales de 2012, ¿verdad?

— Me acabaron poniendo un mote, porque además de hacer novelas era periodista y activista en zona de conflicto. Cuando te cuelgan el mote significa que el gobierno sabe quién eres, que los gobernadores lo tienen presente –son los más peligrosos de todos– y que el narco también te tiene fichada. A mí me ha pasado de todo: desde la amenaza de un gobernador hasta ese cártel que se puso en contacto conmigo para enviarme información cifrada sobre cómo se estaba blanqueando dinero en Barcelona. Informé enseguida a los Mossos y ellos consiguieron parar cosas. Desde finales de 2012 y hasta 2015 fui volviendo a México, pero cada vez era más difícil. Pagaba una habitación de hotel, pero me estaba en casa de un amigo para que no pudieran localizarme... La última salida de México fue algo espantoso. En el aeropuerto, la policía me hizo un control de explosivos totalmente desproporcionado. Estuvieron tanto tiempo que les dije que perdería el avión, y me respondieron: "Solo saldrá de México si nosotros queremos. Podría quedarse aquí para siempre".

¿Por qué dejaste de ir?

— Dejé de ir después de que secuestraran a mi tía. El secuestro duró diecisiete horas y lo logramos rescatar viva. Cuando mi familia fue testigo, desde el Maresme, del "cuarto de operaciones"que normalmente hacíamos con periodistas y activistas en Ciudad de México me dijeron: "Esto no queremos vivirlo". En ese momento hice un clac y llegué a la conclusión de que era mejor para todo el mundo que me quedara aquí.

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