Literatura

La magia de Deborah Levy

En 'Azul de agosto', la escritora explica la búsqueda de una nueva partitura vital de una pianista en crisis

'Azul de agosto'

  • Deborah Levy
  • Ángulo Editorial / Literatura Random House
  • Traducción de Alexandre Gombau Arnau
  • 192 páginas / 18,90 euros

Decía Marcel Proust que los hermosos libros estaban escritos en una especie de lengua extranjera. Esto viene a cuento porque la primera impresión que se tiene cuando se lee la escritora sudafricana trasplantada en Reino Unido Deborah Levy (1959) es que escribe en una lengua particular, que de tan poco pretenciosa resulta mágica. Lo demuestran sus atípicos tres volúmenes autobiográficos Cosas que no quiero saber, El coste de vivir y Propiedades reales, reunidos en un solo volumen en Angle Editorial en el 2021. Se diría que no escribe desde las alturas, sino desde el medio del quehacer literario, como una abeja laboriosa que hace el trabajo sin aspavientos. Pero la abeja Levy tiene alas y, de vez en cuando, quería en el aire y realiza acrobacias, por lo que parece más un gorrión juguetón que en modo alguno sueña con ser un águila.

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Elsa M. Anderson, la niña prodigio del piano, ha crecido y ya tiene a sus espaldas una carrera exitosa. Fue su maestro, Arthur Goldstein, quien también le hizo de padre, quien la llevó hasta aquí. Adora Rajmáninov, el compositor y pianista ruso de manos grandes, y es justamente tocando uno de sus conciertos que Elsa ha tenido un susto en escena: de repente ha dejado de tocar, quién sabe por qué. Es el después de esta tarde fatídico lo que explica Azul de agosto. ¿Y por qué azul? Pues porque es el color con el que Elsa se tiñe el pelo, en un gesto disruptivo, para ir en busca de su identidad, que cree haber perdido.

La escritora y Sophie Calle

Elsa transitará por Londres, París, Grecia y Cerdeña en esta búsqueda de una nueva partitura vital escrita en primera persona, con todo lo que ello conlleva de subjetividad: conoceremos su relación con el maestro, las singularidades de los jóvenes discípulos a quienes da clases de piano, las amigas estrafalarias y los hombres que desea o no desea. Nada es forzado, nada es impostado. La figura del doble ocupa aquí un lugar preeminente, encarnado en la visión de una mujer espiada en un mercado de Atenas mientras compra unos juguetes mecánicos en forma de caballetes. Porque los caminos de la vida nunca son solitarios, sino que se dibujan y evolucionan en función de la gente que nos vayamos encontrando.

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“Yo no tenía ni idea de qué era lo que me esperaba. Lo único que sabía era que volvería a ver, aquí en París, a la mujer que había comprado los caballitos. Aquella noche paseé sola por las orillas del Sena. La luna y las estrellas brillaban. Dejé que las estrellas entraran dentro de mí y me di cuenta de que me había vuelto porosa. Todo lo que yo era había empezado a desentrañarse”. A imagen y semejanza del protagonista de su novela El hombre que todo lo veía –también publicada por Angle–, que fue atropellado por el mismo coche y en el mismo lugar con años de diferencia, Elsa volverá a ver a la mujer que se parece a ella, así como también encontrará hormigas en dos bañeras de dos países diferentes , hormigas “que habían encontrado un portal en todos mis mundos”.

Esta novela me ha hecho pensar en la artista conceptual francesa Sophie Calle –personaje también en libros de Paul Auster o Enrique Vila-Matas–, que durante meses siguió extraños por las calles de París y que, para otro de sus trabajos, pidió a su madre que contratara a un detective que la siguiera en ella y la fotografías en sus gestos cotidianos sin que se diera cuenta. Como Sophie Calle, Deborah Levy cree en el azar que nos trae de un hecho a otro y de una persona a otra, convicción de que traslada a sus personajes. No, no somos nosotros los propietarios de nuestras vidas, sino nuestras vidas las que nos guían donde quiera que nos dirigimos.

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