Barcelona"Pongo en duda que la felicidad sea el mayor estado de ánimo al que debemos aspirar", leemos en las primeras páginas de la última novela de Richard Ford (Jackson, 1944). El escritor estadounidense ha decidido regresar por quinta y última vez a Frank Bascombe, excronista de deportes reconvertido en agente inmobiliario que lleva casi cuatro décadas acompañando y que es una de sus creaciones más populares. En Sé mía (Anagrama; traducción de Damià Alou), Bascombe se convierte temporalmente en cuidador de su hijo Paul, que tiene una esclerosis lateral amiotrófica (ELA) avanzada. Ambos juntos emprenderán un viaje en coche hasta el Mount Rushmore. La acción tiene lugar en el 2019, durante el tramo final del gobierno de Donald Trump, que Ford nunca creyó "que podía ser elegido presidente" y que ahora desea, con la boca pequeña y cruzando los dedos, que no vuelva a la Casa Blanca. "Pero podría ser, porque vivo en un país obsedido por la fantasía –admite–. Parte de las generaciones que se criaron con los videojuegos y viendo lucha libre apoyan ahora incondicional al Partido Republicano".
Esta novela profundiza en la relación entre un padre y su hijo, de 74 y 47 años, respectivamente. Quien está enfermo no es el padre, sino el hijo. ¿Por qué?
— Colocar a los personajes en situaciones difíciles es un buen motor de escritura. Si, además, el planteamiento que propones es así de delicado, el reto es aún mayor, no sólo en cuanto al tema, sino también el estilo: debes trabajar mucho cada frase para que no parezca un melodrama.
Y también para llegar a hacer reír al lector, no de los personajes, sino con ellos.
— Quería tratar una enfermedad tan seria como la ELA con toques de humor. El personaje de Paul ayuda, porque es un hombre bastante excéntrico. Con Frank tienen algunas tensiones que se van descubriendo a lo largo del libro, pero claro, son padre e hijo y se aman.
Usted no ha tenido hijos.
— Soy el último de la familia. Conmigo acaba todo.
¿Cree que por eso quiso dejar testimonio de quiénes fueron sus padres en el libro de memorias Entre ellos dos (Empúries/Anagrama, 2018)?
— También me hubiera interesado por mis padres si hubiera tenido hijos. La familia es el laboratorio moral de una vida. A veces te da un buen ejemplo, a veces ocurre todo lo contrario, pero diría que en la mayoría de los casos es más bien una fuerza positiva. En mi caso fui afortunado de tener unos padres como los míos.
El padre, Parker, murió en 1960, cuando usted tenía sólo 16 años. Su madre, Edna, le sobrevivió dos décadas. ¿Por qué tardó tanto en escribir sobre ellos dos?
— Al cabo de unos meses de morir mi madre escribí un texto sobre ella. No fue hasta después de treinta años que volví y lo reescribí después de investigar todo lo que pude de ellos, especialmente de mi padre. Había estado viajando de comercio y de lunes a viernes estaba fuera, trabajando. Aunque no parase demasiado por casa, su ausencia era una especie de presencia. También después de morir, porque en paralelo a la escritura de novelas y relatos tomaba notas sobre él y la madre.
Después de sufrir un primer ataque al corazón cuando usted tenía 8 años, la salud frágil del padre hizo que usted tuviera que pasar temporadas con un anciano que se ocupaba de un hotel.
— Esto fue muy importante para mí. Mis padres fueron gente maravillosamente corriendo. Los abuelos me introdujeron en un mundo más privilegiado: tenían dinero y no eran tacaños conmigo. Además, correr por el hotel del abuelo noche y día me convirtió en un joven curioso y observador.
¿Plantó la semilla del futuro escritor que sería?
— Contribuyó a ello. En los hoteles te das cuenta de que hay gente que tiene una vida doble. Me ha interesado en profundizar.
Muchos de los relatos de Pecados sin cuento (Anagrama, 2003) estaban ambientados.
— Exacto. He pasado buena parte de mi vida en hoteles: cuando he salido de gira por Estados Unidos y por Europa. Uno de los fenómenos que desde pequeño me llamaba la atención era la gente que, en vez de estar de paso, estaban instalados. Me parecía una opción de vida lujuriosa.
"Richard es un chico espabilado pero algo salvaje": así lo definió una de las vecinas de sus padres, la escritora Eudora Welty.
— La primera vez que la vi fue cuando tenía unos 8 años. Mi madre me la señaló mientras estábamos en la tienda de comestibles y me dijo: "Esta señora se llama Eudora Welty y es escritora". No creo que la madre le hubiera leído. Yo tampoco tuve interés por ella hasta después de mucho tiempo. Fue en 1986, el año en que yo había publicado El cronista de deportes [en catalán en La Bolsillo, 2015]. Coincidimos en una librería, ya partir de entonces nos hicimos muy amigos. Llegué a ser su albacea literario durante un breve período de tiempo, una vez muerta, aunque me relevó a su familia.
Welty es conocida sobre todo por sus relatos, aunque tiene novelas muy buenas, como La hija del optimista.
— No es el libro que más me gusta de ella. Escribir novelas no es duro, pero sí requiere tener la cabeza en un lugar muy concreto durante un largo período de tiempo, y eso me parece que Eudora no quería o no podía hacerlo. Vivía con su madre, y era una mujer que le reclamaba constantemente la atención. Quizá por eso era mejor haciendo relatos.
A Alice Munro le ocurría algo similar: decía que sólo podía escribir cuando el marido y los hijos estaban en la cama.
— Alice también la conocí mucho, pero nunca hablamos de si hubiera querido escribir novelas en vez de relatos. Personalmente, creo que lo que ella quería hacer eran relatos.
Usted ha practicado ambos géneros.
— Empecé a escribir relatos para imitar a algunos de mis amigos, entre ellos Raymond Carver, Tobias Wolff y Tim O'Brien. Todos ellos escribían, los leían en público y los publicaban en lugares donde les pagaban dinero. Desgraciadamente, yo no estaba en la misma situación que ellos. Recuerdo que durante una temporada que viví en Chicago en los años 70, enviaba relatos a revistas y siempre me respondían que no eran suficientemente buenos. Cada negativa me frustraba algo más. Entonces decidí que si quería dedicarme a escribir, lo que tenía que hacer eran novelas. Los relatos me parecían un género menor. Y en cierto modo todavía lo pienso.
Las primeras dos novelas tampoco le fueron bien.
— Fueron un fracaso.
Y tomó una decisión.
— Sí. Decidí que lo dejaba correr y busqué un trabajo que llevara dinero a casa. Me convertí en periodista para una revista [Inside Sports] que cerró al cabo de unos meses.
Así fue como nació el personaje de Frank Bascombe, protagonista deEl cronista de deportes (1986). En ese libro está en crisis después de que se le haya muerto un hijo de nueve años y se haya separado.
— Fue idea de mi mujer, Kristina. Me dijo que si la novela arrancaba con un personaje devastado y describía su camino hacia la felicidad, podía salir un libro interesante.
En Sé mía, Frank Bascombe se pregunta por la felicidad y dice que la etapa más infeliz de una vida es cuando se alcanza los 50, aunque a partir de los 70 la cosa puede remontar. ¿Ha sido así en su caso?
— De ninguna forma. Llevo casado con Kristina desde 1968.
¿Esto le ha dado estabilidad?
— No es una palabra con la que me sienta identificado. Kristina y yo nos lo hemos pasado de maravilla juntos. A veces hemos vivido largas temporadas en lugares diferentes, porque así aprendíamos a echarnos de menos. Ambos somos muy inestables. Una norma que nos pusimos fue nunca discutir hasta media tarde. Así, cuando llegaba el momento, a menudo nos habíamos olvidado del posible motivo de la pelea.
En los libros, Frank va envejeciendo, pero se divorcia dos veces, se le muere una de las exmujeres, y en esta ocasión sufre un hijo con una enfermedad de muy mal pronóstico. ¿Por qué eligió la ELA?
— En primer lugar, porque no conocía a nadie que la sufriera. También por una especie de guiño al pasado del Frank: en Estados Unidos, la ELA se conoce también como la enfermedad de Lou Gehrig, porque este jugador de béisbol fue el primer famoso que la sufrió. Como Frank había sido cronista de deportes, estaba familiarizado con él. De hecho, ahora que pienso en ello, sí tuve un buen amigo que acabó sufriendo ELA… Fue Sam Shepard [cineasta, actor y escritor].
Escribió un breve libro de memorias sobre sus últimos meses.
— En los últimos años, después de haberse separado de Jessica [Lange], perdimos bastante el contacto. Cuando murió [en 2017] me pidieron si quería pronunciar unas palabras en su funeral y lo rehusé. Si algo no quisiera ser nunca es un escritor de discursos de despedida. Cada vez respeto menos los funerales y este tipo de actos.
¿Por qué?
— Tengo la sensación de que se dicen muchas banalidades, tanto en las salas de velatorio como en los entierros. No se hace justicia a la persona que acaba de irse. Antes de rechazar hablar en el funeral de Sam había participado en el del Raymond Carver [1988] y en algún otro… El último fue el de James Salter [2015].
Aunque no hable ¿va a los funerales?
— Por poco que pueda no me presento.