El secreto para tener una buena prosa

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Una de las ilustraciones de la primera edición inglesa del 'Pickwick' de Dickens

BarcelonaNo sólo nuestra literatura, sino casi todas las de aquellos países en los que los ciudadanos hayan sucumbido al prestigio y deslumbramiento de las nuevas tecnologías, corren el peligro de ver cómo su calidad intrínseca menguará a medida que pasen los años; porque los iPads harán vía a toda máquina, pero el arte de hablar y escribir –que van de la mano– se practicarán cada vez menos en la enseñanza, en los periódicos y en la calle. El secreto de la buena prosa del siglo XVIII francés, por poner un ejemplo, debe mucho al arte de la conversación que se practicaba en los salones de las damas suntuosas, los de ellas sobre todo: la prosa de Rousseau, de Diderot o de Voltaire, todas muy buenas, son una lección de prosa fluyente, civilizada, eufónica y exacta; la prosa de Flaubert ya es otra cosa, porque siempre estaba solo; la de Stendhal vuelve a ser deliciosamente natural. El éxito de la prosa bonhomiosa de Dickens se debe igualmente en el estallido de humor (wit) de que hicieron gala las generaciones anteriores, como se ve en la obra de Swift, Fielding o Sterne. Es posible que en esos dos países, Francia e Inglaterra, se mantenga muchos años la exigencia de una prosa de calidad; pero también es posible que acabe contaminada por esa prosa descabellada que generan los widgets electrónicos. Ya se verá.

Los novecentistas catalanes, como tan bien sabe el amigo Xavier Pla, forzaron mucho la dinámica de la lengua catalana, y por eso Josep Pla, que era contrario, es tan agradable de leer. Eso sí, quien dominaba el catalán, en todos sus niveles, era Josep Carner (y otros), que hoy lee muy poca gente. La prosa de Riba balasquea (ver las traducciones de Ramon Balasch a Bernat Metge); la de Espriu es espinosa (también estaba muy solo); la de Foix es también incomprensible que su poesía, por mucho le que sean ambas cosas.

En un artículo que forma parte de sus famosos Lundis, Sainte-Beuve –que Proust y Roland Barthes reventaron, pero autor, al fin y al cabo, de estudios literarios muy inteligentes y cultísimos– escribió: “Cuántos esfuerzos por ser claro, simple, preciso, por no utilizar otra cosa que palabras limpias, es decir, ¡por no ser un escritor de pacotilla!” Aún: “En cuanto al vínculo (liaison), en cuanto a esta sarta, esta unión de ideas que Horacio admiró como persona que había sentido su dificultad, ¡cuántos afanes de atención no son necesarios!” Claro que él ostentaba la cátedra de poesía latina en el Collège de France.

Por todo ello, escribir se ha convertido en lo más fácil del mundo, posiblemente porque los lectores, en general, no han leído a los clásicos y no ven ningún defecto en muchas prosas torpes. Pero escribir bien es tan laborioso como construir un barco de modelismo, y, encima, meterlo después (o antes) en un vaso de cristal.

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