Ricardo Bofill y la necesidad de no morir

Homenaje público al arquitecto en La Fàbrica de Sant Just Desvern

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Asistentes al homenaje a Ricardo Bofill en La Fábrica, en Sant Just Desvern.

Sant Just Desvern“Era joven y tenía ganas de cambiar el mundo. Me expulsaron de la universidad, me convertí en un nómada con una personalidad marcada únicamente por mí mismo, por mis ganas de ser”. Mientras este miércoles esperas para entrar a visitar La Fábrica puedes oír a Ricardo Bofill (1939-2022) hablando sobre sí mismo en un montaje audiovisual que se proyecta a la entrada del fastuoso edificio que proyectó en 1973 vaciando el vientre de una vieja fábrica de cemento de Sant Just Desvern y convirtiéndola en su centro de operaciones, su casa madre, su estudio, su vivienda. Durante dos días su familia y sus colaboradores lo han abierto a modo de homenaje público para todo el mundo que quiera visitarla.

En el aparcamiento de la entrada están las coronas de flores que van llegando. Se oyen, alto y claro, las reflexiones de Bofill sobre arquitectura, sobre inspiración, sobre el espacio vacío y cómo llenarlo, sobre el viaje –concepto decisivo durante toda su trayectoria– y sobre la dialéctica entre su vida y su profesión: “Proyectar edificios es la manera que algunos hemos encontrado para satisfacer la necesidad de pasar a la historia, de no morirnos”. Impresiona oír su voz, tan clara, su manera de entender el arte, la intervención sobre el espacio. Sus dos hijos, Ricardo y Pablo, se mezclan entre la concurrencia, prefieren no hablar con la prensa, sino que sean los espacios imaginados por su padre los que transmitan su legado y también su memoria. Hay docenas de fotos ampliadas y colocadas por todas partes, fotos de Bofill en todos los contextos posibles: el trabajo, la familia y el viaje. Amistades, complicidades, edificios por todo el mundo. Fotos, sí, muchas, también esculturas y maquetas, y un grupo de música africana que proyecta sonido sobre el imaginario de Bofill, tan cargado de estímulos, de influjos, de mirada propia, original, transgresora.

En el jardín, entre la piedra, los caminos que se entrecruzan y las plantas que suben y bajan, se proyecta en bucle Circles, el mediometraje que Bofill dirigió como miembro de la Escola de Barcelona. En él se oye la voz delicada de la gran Barbara injertada de sonidos muy estridentes que interpelan e irritan. Sobre la mesa, bajo las palmeras, las cañas inmensas y todo tipo de enredaderas, está el libro de recuerdos y pésames que todo el mundo que quiera puede dedicar. “Un innovador nato, audaz e inteligente”, escribe Ramon. “A mí me has hecho muy feliz”, le deja Isabel, vecina del edificio Walden, que se eleva bien cerca, a dos pasos, y es otra de las creaciones icónicas del arquitecto. “¡Gracias por la belleza!”, escribe Pere. Y Ruth: “¡Un placer haber tenido maestros como tú!" Hay grupos de estudiantes de arquitectura. Uno de ellos, Maite, lo tiene muy claro: “Un poeta del espacio, nada más y nada menos”.

Los visitantes pueden venir durante dos días, también en plena madrugada, si lo desean. Cualquier hora, con inscripción previa, será buena, entre tantas ideas seguro que alguna los conmoverá. Quizás la fascinación por el desierto, por los tuaregs, por la inmensidad donde poder crear: “Enfrentarse al vacío, comprender los límites, inventar ahí donde no hay nada. No puedo pensar en nada que me guste más”. La sensación, concluye, es parecida a la que debe de tener alguien que cruza solo el océano Atlántico.

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