La poca solidez del público lector

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Fiesta de Sant Jordi en Barcelona

BarcelonaEl 5 de agosto de 1903, André Gide dio una conferencia en Weimar, invitado por los grandes duques –que todavía tenían el francés como su primera lengua de cultura–, con el título Sobre la importancia del público. El lector interesado la encontrará en el volumen Essais critiques (Gallimard, La Pléiade, 1999). La tesis de la conferencia fue que el público lector tiene una gran importancia en la creación de las obras literarias y que las exigencias de los lectores en materia criticoliteraria determinan una parte importante de la literatura de un país. Gide, que tendía al aristocratismo estético –siempre loable, porque una cosa es hacer un libro y otra pelar habas–, se había formado literariamente en una sociedad muy educada en el canon ortodoxo de la materia escrita, cosa muy sencilla cuando una literatura nacional, como la francesa, ha conocido una retahíla ininterrumpida de glorias literarias entre Chrétien de Troyes, en el siglo XII, y obras como la suya o la de Proust , en el primer tercio del siglo XX. La opinión del público y, por lo tanto, su elección de lecturas estaba asegurada por un gusto muy sólido que atravesaba ocho siglos de literatura, contando, naturalmente, los vaivenes continuos de los Antiguos y de los Modernos, una querella que ha ocupado las letras francesas toda la vida.

Pero no en todas partes se puede suponer que la opinión del público discierna de una manera natural la literatura buena de la mala o anodina. Hay países que, por falta de tradición –o con unos clásicos que se acaban en el siglo XV–, ha creado tan poco poso literario a lo largo de los últimos siglos que las preferencias del público por unos determinados libros o por otros no posee ningún fundamento ni crítico ni estético. Se trata de países en los que la literatura va tirando gracias a lectores que han leído demasiada literatura mediocre –a menudo magnificada por razones extraliterarias– y en los que cualquier producto, no tan solo entre con facilidad en la dinámica del mercado editorial, sino que es aplaudido por la crítica, siempre por falta de aquel discernimiento que genera, a solas, una gran literatura secular.

Entonces no solamente cualquier persona se atreve a hacer poesía o narrativa, sino que también cualquier lector se traga cualquier cosa, a menudo movido por la mera propaganda: libros que un público cultivado nunca ensalzaría. Esto configura un círculo vicioso: la literatura es cada vez más floja, y la benevolencia o la rusticidad del público favorece, a su vez, unas muestras de literatura sin casi ninguna calidad, ni estética ni de ningún otro tipo.

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