Jordi Banacolocha: «Salía de la Pegaso para ir a grabar 'Nissaga de poder'»
Actor en 'Por delante y por detrás'
BarcelonaCada espectáculo podría ser el último espectáculo de Jordi Banacolocha (Barcelona, 1944), si no fuera porque siempre le vuelven a llamar. En la segunda mitad de su vida, el actor se ha convertido en patrimonio de la televisión y el teatro catalanes, cuyos títulos son historia, como Forasteros, Coriolano, Agosto, Barcelona. A sus 81 años subirá cada noche al escenario del Teatre Borràs durante casi cuatro meses con la comedia imbatible Por delante y por detrás, una obra que celebra cuarenta años en nuestro país. Hablamos una hora antes del estreno.
¿Todavía hay nervios?
— Sí, por supuesto. Y el día en que no existan, mal asunto. Antes de empezar, aunque sea la función 125, hay algo aquí [se señala el estómago], unas mariposas. Es que si no quiere decir que te la sopla, y así no funciona, el teatro. Vamos, yo siempre he tenido nervios. Los disimulos más o menos, pero los tienes.
¿Se imaginaba con 81 años en los escenarios?
— No sé por qué todavía estoy en el escenario. Siempre va en función de que te llamen y que lo que te propongan te apetezca. Yo, en estos momentos, estoy jubilado, así que a final de mes se me cae una pensión, y las necesidades mínimas las tengo cubiertas. Ahora tengo la ventaja de que puedo decir que no. Nunca me han llamado para hacer una mierda, las cosas como sean, pero si hay algo que me da mucha pereza... Cuando acabe ésta, que será a mediados de enero, si me llamaran para hacer otra cosa creo que diría que no. Si fuera un oficio en el que pudiera elegirse, yo haría una obra al año, durante tres meses, y los nueve meses siguientes no haría nada.
¿Supone un reto físico o de memoria?
— Esto no, estamos entrenados. Lo que más me molesta es dejar a la familia. Los fines de semana o el día de Navidad, que me marcharé a las cinco, eso me cuesta mucho. Antes no me costaba.
Usted empezó de muy pequeñito haciendo teatro de aficionados.
— Sí, tendría 8 años, con los Pastorets, como la mayoría de actores de Catalunya. A partir de los 14 ya hacía papeles. El director del Casal de Sant Andreu era mi padre, pero nunca me daba papel porque decía que tenía que estudiar. Mi padre, cuando hacía obras cómicas, a mí me hacía mucha gracia, tenía mucha traza. Hubo una época en que tuvo un problema de salud y dejó de dirigir durante un año. Aquel año cogió la dirección un chico, el galán joven de la compañía, y dio papel a todo el mundo que nunca salía. Y desde entonces, cuando mi padre regresó, se vio obligado a darme un papel de vez en cuando.
Esto son setenta años de trayectoria teatral. No sé si hay nadie con tanta carrera en Catalunya.
— Y desde que tengo uso de razón ya iba cada quince días al teatro a ver a mi padre, en la fila tres. No te lo pierdas, realizar una obra de teatro cada quince días significa que hacían sólo seis o siete ensayos, con apuntador, evidentemente. Claro, podía haberle aburrido, pero no: me enganchó mucho.
Después del Casal vino la época de Antifaz y la fundación de la compañía L'Ou Nou, con gente como los Lucchetti, Lurdes Barba...
— Del teatro de aficionados pasamos al teatro independiente que nació cuando murió Franco. Empezamos a hacer un teatro con más ambición, de carácter más social, intentando que el teatro sirviera para algo más que divertir. Y con L'Ou Nou fue muy bien, porque todo aquel grupo la mayoría acabamos siendo profesionales: Roser Batalla, Carme Abril, Norbert Íbero, mi hermano a producción...
¿El teatro de aficionados forja a unos actores especiales?
— No. Donde sí veo diferencia es entre los actores que han hecho teatro y quienes sólo hacen televisión o cine, hay algo distinto. El teatro de aficionados es una escuela, evidentemente. Y si tienes la suerte de tener unos directores más o menos buenos, que te dan espacio y te ayudan, yo creo que es como si fueras al Institut [del Teatre]. A mí me falta la técnica, la respiración, colocar la voz, todo esto yo no lo tengo, pero salgo adelante.
¿Cómo fue el paso a la profesionalización? Porque poca gente sabe que usted trabajó en la fábrica Pegaso cuarenta años.
— Hasta 2001.
Es asombroso.
— Esto es muy burro, por mi parte. Si volviera a nacer no volvería a hacerlo. Pasé una época muy mala. De 1988 hasta 2001 hice teatro, televisión y Pegaso. Con Nizaga de poder, salía de dos a tres días a la semana para ir a grabar. Era mortal. Pasaba muchos nervios. Cuando estaba en televisión sufría porque tenía que estar en la Pegaso; y cuando estaba en Pegaso sufría porque tenía que ir al teatro. No puede. Durante una época mi jefe estaba en Madrid y me lo montaba: si tenía que ir a Madrid le decía que el lunes me iba bien, porque no tenía función. Pero hubo un momento en que los que mandaban eran italianos y tenía que ir a Turín, y éstos no estaban por puñetas, ni sabían que yo hacía teatro ni les importaba nada. Lo más fuerte fue una vez que un lunes por la mañana me fui a Vilafranca del Penedès a grabar dos secuencias de Nizaga de poder, cogí un avión, me fui a Turín, hice una reunión el lunes por la noche y una reunión el martes por la mañana, cogí un avión al mediodía en Milán ya las 8 de la tarde entraba en el Romea para hacer teatro. Esto no puede hacerse. Los nervios que pasas... Yo pensaba: "El día que me enganchen, pues ya está. ¡Y si no me enganchan, pues mira, ganga!" Pero he tenido muchas pesadillas por culpa de eso. El día que dejé a Pegaso, cuando salí por aquella puerta de la Zona Franca, fui el hombre más feliz del mundo. Me esperaban mi mujer y mis hijos: "Por fin jodes el campo de aquí dentro". A ver, que yo no me quejo de lo que hice. Creo que las mejores interpretaciones de mi vida las he hecho en Pegaso.
¿Por qué empezó a trabajar?
— Yo quería hacer teatro, no quería estudiar. Mi padre trabajaba en Pegaso y me hizo ir a la escuela de aprendices. Ni él ni yo sabíamos que existía el Institut del Teatre. En mi curso cogieron cuatro o cinco para ir al departamento de informática, que en 1964 iba con muletas. Si hubiera estado en el taller habría tenido que irse mucho antes, porque era muy malo.
Lo difícil es que combinara tanto tiempo la fábrica con la interpretación.
— A las 7 de la mañana entraba en la Pegaso, eso no quiere decir que a las 7 y 20 ya metiera el campo. Volvía cuando terminaba. Si había estado grabando toda la mañana, me quedaba hasta las 10 de la noche. Si hacía teatro y salíamos a las 12, volvía a la Zona Franca a hacer el trabajo que no había podido hacer ni por la mañana ni por la tarde. Quiero decir que yo iba haciendo el trabajo. Era el jefe de informática de Barcelona. Mis jefes no me veían, y los que trabajaban conmigo nos lo perdonábamos y nos hacíamos favores.
Esta situación le debió condicionar como actor.
— No sé cómo lo hacía. Me pasaba algo muy curioso: los días normales hacía de 7 a 15 y salía del trabajo con la cabeza nublada, pero al cabo de una hora de estar ensayando estaba descansado. El cambio de trabajo me descansaba, no era un problema físico, era un problema de coco. Cuando me cogieron por hacer El auca del señor Esteve para inaugurar el Nacional, me dijeron "ensayaremos las mañanas" y estuve a punto de decir que no podía. Pero había otros que tampoco podían y cambiaron los ensayos por la tarde. Me salvaron. Siempre estaba en el umbral del abismo. Pero no me van... Bueno, me echaron pero pactadamente. A mí me hicieron mobing, lo que ocurre es que ya me iba bien que me hicieran mobing. Me metieron allí en un rincón y acabaron viniendo con una oferta y nos pusimos de acuerdo.
Pero ¿de dónde viene esta fidelidad al trabajo? ¿Le habían inculcado?
— Sí. Y cumplía, hacía mi trabajo. ¡Me inventé el horario flexible! Con los móviles hubiera sido mucho más fácil. Mi mundo era una mentira tras otra. Ahora lo disfruto mucho más. Para mí cualquier secuencia estaba bien, porque tenía que irse. El día que pude estar allí y si la queréis joder 30 veces, la hacemos 30 veces, hostia, gané. Seguro que como actor di un paso adelante importante.
¿Qué marcó un antes y un después a la hora de sentirse profesional? ¿La oferta de Sergi Belbel?
— Sergi Belbel hizo que aquello se concretara. Me vino a ver haciendo El arte de la comedia en el SAT. Estaba buscando un actor de mi edad para desempeñar un papel de viejo en La hija del mar, en el Romea. Y no sé quién le dijo que había un actor que hacía cosas de profesional pero aún no había cambiado. Y vino a verme. Te lo juro que no me lo creí, porque tendría 24 o 25 años e iba con un pelo... Parecía un guiri. Pensé: "A ti te darán La hija del mar ¡al Romea!" Le dije que sí para acallarle, pero te juro que pensaba que no le volvería a ver nunca más, aquel novio. Esto fue en el año 92, y lo cambió todo.
Dio el salto cerca de los 50 años.
— Era el último saltito. Yo tengo mucha amistad con Joan Bas, uno de los que revolucionaron la televisión catalana, con el Poblenou y las primeras series. Es de Sant Andreu y era de L'Ou Nou, y es quien empezó a darme trabajo en televisión. Desde el 77-78 ya iba haciendo cosas profesionales en televisión. En 1982 hice Peer Gynt en el Romea, dirigido por Francesc Nel·lo, y allí me lo pasé muy bien, tuve el gusanillo, aquella forma de trabajar más intensiva, con más tiempo, aquello era lo que quería hacer. Fue muy progresivo.
¿Pero con cuarenta años largos Belbel ya le hacía hacer de viejo?
— Con Sergi debo de haber hecho 20 o 25 obras de teatro, somos amigos. Entonces quería a un actor joven para que tuviera energía, a pesar de hacer de viejo. Tengo una grabación de esta obra y voy así agachado, como si fuera jorobado, para hacer de viejo. Claro, debía de tener 48 años, y ahora tengo 81 y ¡no voy así! A partir de ese día, siempre que Sergi ha jodido una obra con un viejo, yo estoy allí. Siempre soy el mayor de las compañías y siempre me toca jugar el papel de mayor.
El abuelo de El auca del señor Esteve de Rusiñol, el abuelo de El veraneo de Goldoni, de Sábado, domingo y lunes de De Filippo... En un prólogo lo define como "el abuelo nacional de Catalunya".
— ¡Eso lo dice él! También podría serlo Joan Borràs, pero él se ha jubilado. He hecho muchos abuelos, esto es verdad. He tenido mucha suerte. Porque a veces no depende de la calidad, depende de la suerte de que te cojan o de estar en la agenda de un director que trabaja, como Sergi. Desde el año 90, todas las temporadas he realizado una o dos obras de teatro profesional. Esto es una suerte. Y en el Nacional he trabajado mucho, es verdad.
¿Con qué tres papeles se queda?
— El auca del señor Esteve, el estreno del Nacional [el 11 de septiembre de 1997]. Ese día sí estaba nervioso de lo de decir "¿Por dónde me puedo escapar? Me voy y ya se lo haréis". Todo era nuevo, no se sabía qué pasaría, qué funcionaría, qué no funcionaría. Y el personaje me encantaba, porque le había visto hacer a mi padre en Sant Andreu, le había visto hacer a Pau Garsaball, que era mi ídolo, y para mí era un reto. Me gustó mucho el viejo de Sábado, domingo y lunes, porque era un personaje entrañable, auténtico, un bombón de aquellos que te tocan y dices "A disfrutar!" Y ha habido otros. Me lo pasé muy bien en una obra que funcionó relativamente llamada Hoy no cenamos, una obra de Jordi Sànchez muy divertida que hicimos en el Condal. Es de las veces que he estado menos nervioso haciendo teatro, porque me salía solo.
La televisión también ha estado siempre presente en su carrera. Primero con La cocina de los Rovira en 1993-1994. Poco después vino el fenómeno de Nizaga de poder, que debió de darle popularidad.
— Nizaga, sí. Fue esa sensación extraña que te ven por la calle y te dicen "Usted es el de Nizagao te piden un autógrafo. Y después, lo que aún ahora me persigue es Platos sucios. De aquella serie debió hacer ocho o nueve capítulos, como mucho, pero los joden tan a menudo que sigue en la mente de la gente. Y realmente nos lo pasábamos muy bien, haciendo esa serie. Hacía de padre hippie del Lopes. Era un personaje tan burro, tan bestia.
Y la tercera serie popular sería Ventdelplà.
— Sí, entré en la segunda temporada para hacer un personaje episódico. Esto en televisión pasa mucho: entras para hacer un episodio, funciona y te quedas; entras supuestamente por mucho tiempo, no funciona y te echan. Cuando empezamos Nizaga de poder el plan también era hacer una temporada. Si me hubieran dicho que eran dos temporadas y media quizá hubiera dicho que no. Al principio el masovero no tenía demasiada incidencia, era el padre adoptivo, pero después tenía que ir a grabar dos o tres días a la semana. Fueron importantes series, para la lengua muy importantes, también.
Siempre le toca hacer de buena persona, ¿no? ¿Le hubiera gustado hacer de malparido?
— Sí. Alguna vez he hecho de villano. Hace unos años en Que revienten a los actores, de Gabriel Calderón, hice un personaje que era muy negativo, muy burro, muy bestia, y me seleccionaron para el Premio de la Crítica, así que tan mal no debió hacerlo.
¿Le queda algún reto teatral por cumplir?
— No. ¿Lo que dicen hacer de rey Lear? No. A mí ahora me gusta hacer cosas como esto [señala el escenario]: papeles no demasiado largos, agradecidos... Por delante y por detrás mira que le han hecho veces, y este personaje le han hecho actores que conozco y me hubiera gustado hacerlo. Cuando me lo propusieron, pensé que era una de las cosas que me quedaban por hacer.
No es mitómano con los clásicos de pedigrí, por lo que veo.
— Yo me las cojo todas igual y, además, a la larga es lo mismo. Las más difíciles son las comedias. El gag. Hacer reír es mucho más difícil que llorar. Yo he hecho obras del repertorio universal, he hecho dos Shakespeares, he hecho de todo, todos los autores conocidos. Me quedaba hacer una obra de Beckett, y hace un par de años Sergi me cogió para hacer Final de partida con un personaje divertidísimo.
¿Y el cine?
— Ésta sí que es una asignatura pendiente. Me hubiera gustado mucho, mucho, hacer cine, pero cuando podía haber empezado a hacerlo trabajaba en la Pegaso. No podía ir a Madrid a trabajar. Y después, los directores de cine no saben ni que existo. He salido en nueve o diez películas, y ya está. Pero sí, es un mundo que no he tocado y me gustaría mucho tocar.
¿Es verdad que nunca sale a escena sin un frasco de colonia o un pañuelo perfumado en el bolsillo?
— Sí, siempre lo llevo. Yo tengo claustrofobia, y hubo un momento que era muy grave y empezó a cogerme en el escenario. Cuando no tenía que hablar y no podía irse de escena, pasaba un mal rato. Debió de ser el año 71. Una chica de la compañía me dijo que empapase colonia en el pañuelo y que cuando me pasara, la oliera. Y no me funcionó mal. Entonces en vez del pañuelo empapado, que me mojaba el bolsillo, me puse un botellín. Y ahora sigo llevándola, pero es más una anécdota.