Que los barceloneses paguen la fiesta

Vivo en Barcelona y la Copa América me ha pasado de largo. Pese a que ha sido portada repetidamente en todos los medios, la competición me ha sido tan ajena como el Congreso Internacional de Espeleología celebrado en Coahuila (México) en las mismas fechas. Solo una persona de mi círculo de amistades me lo ha mencionado durante estos meses. Y fue el último día. "Ha vuelto a ganar Nueva Zelanda", me dijo el sábado un compañero que suele navegar; con un interés, por tanto, por este tipo de eventos. Mi cabeza empezó a pensar a toda velocidad, pero las neuronas no conectaban. La primera imagen que procesé eran los All Blacks. "Pero este año no hay Mundial de rugby, ¿no?", me pregunté desconcertado. Hasta una hora más tarde no entendí el comentario.

Para las élites del país quizá haya sido un éxito. También para exportar la marca Barcelona y asociarla de nuevo a grandes eventos. Barcelona, el gran escaparate. Lujoso. Atractivo. Tan goloso para los de fuera como imposible para los vecinos que intentan vivir aquí –muchos ya se han ido porque la ciudad de los grandes acontecimientos los ha expulsado–. La inmensa mayoría de los barceloneses han visto cómo la Copa América pasaba de largo a muchos nudos de velocidad. Si los Juegos supusieron un antes y un después, con una transformación radical de la trama urbana y permitieron que la ciudad volviera a abrirse al mar, la Copa América ha cambiado pocas vidas. El imaginario colectivo no ha incorporado ninguna postal icónica de este gran evento.

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La competición, a base de dinero público, ha permitido remodelar la zona marítima y poco más. Ni visitantes ni proyectos estratégicos de capital privado. Ya lo dijeron una pareja de neozelandeses en un reportaje en TV3: "Es mejor hacerla aquí que en Nueva Zelanda. Tenemos problemas de presupuesto. Somos un país pequeño y hay otras cosas como la salud y la educación para destinar el dinero". Un resumen perfecto de lo que ha supuesto este proyecto... que podría repetirse pronto en Barcelona. Encima de cornudos, apaleados.

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El mismo día que había "vuelto a ganar Nueva Zelanda", en la otra punta de la ciudad el alcalde Jaume Collboni homenajeaba al activista Manolo Vital, el conductor que secuestró un bus en 1978 para reclamar transporte público para Torre Baró. Collboni prometió que el dañado y precario cableado eléctrico del barrio se enterraría. Quizá, incluso, los socavones de las calles decrépitas se arreglarían. O se podarían los árboles que llevan diez años sin tocarse. La parte oculta del gran escaparate.