El declive de la profesión invisible: "En los barrios altos percibes más el clasismo"
Visitamos cuatro porteros dedicados a este trabajo exigente, pero también lleno de estigmas, que ellos defienden como bonita y necesaria
Barcelona¿Quedan pocos porteros y porteras? Es claramente un trabajo bajista, sin relevo generacional y con poca demanda. Pero el oficio sigue vivo. En las grandes ciudades, muchas fincas siguen necesitando mantenimiento y vigilancia. Y una nueva necesidad que han generado nuestros tiempos digitales: la recepción de la ingente cantidad de la paquetería que compramos on-line día sí y día también. El guardameta, antes siempre con la típica bata de trabajo azul –aún se ven algunos– y la portera, debiendo soportar todavía el estigma injusto de charlatana y mirón. Un oficio en la sombra, inyectado de estigmas y clasismo, una profesión exigente que también puede ser un trabajo bonito y enriquecedor. Dos porteras y dos porteros de Barcelona nos cuentan su vida.
Marina Solano
El día del gran apagón, Marina vio que en el Caprabo de la calle de Córcega había vuelto la luz y enseguida, sin necesidad de estar, supo que en su edificio también. "¡Tenemos la misma línea!". Un pequeño detalle, en apariencia baladí, pero que revela lo bien que se conoce su barrio alguien que ama su oficio. Marina Solano es la portera de la Rambla de Catalunya 127 desde el año 1987 y es un gusto asistir al entusiasmo con el que la saludan todos los vecinos del edificio. "Me quieren mucho, todos son muy buena gente". Ella además de portera es vecina. La más antigua de la escalera. Vive en el cuarto y se siente como una más, respetada y querida. Su hábitat cotidiano son los pequeños metros del habitáculo de la planta baja, donde hojea cada día varios periódicos, pero se le hacen pequeños y no sabe sacarse de la cabeza a la calle y hacer, en la medida de lo posible, algo de vida de barrio a la vez, claro, que está atenta a todas y cada una de sus tareas diarias. Las más importantes, estar en el caso de quien llega, repartir el correo, coger los paquetes que llegan y, la más importante y seguramente la más agradecida, saludar a los vecinos y conversar con ellos. "Hola Marina, ¿cómo te encuentras? ¿Quieres un bombón?". "Me están haciendo una entrevista, es que soy muy importante, yo". Mira que hace años que la veo arriba y abajo de la acera –vivimos en varias porterías de distancia– y me había pasado desapercibido su sentido del humor y la simpatía.
Se crió en el barrio del Guinardó ya los catorce años entró a trabajar como aprendiz de modisto en Pertegaz. Llegó a ser oficial y en la histórica sede del gran modisto en la Diagonal estuvo hasta los veintidós años, cuando se independizó y se puso por su cuenta. En 1972 le llegó a su madre la propuesta de hacerse cargo de la portería de Rambla de Catalunya. Primero vivieron en una vivienda en la azotea y ya después en la cuarta. Cuando su madre se jubiló, en 1987, le propusieron a ella hacerse cargo de la vacante y aceptó el reto. Ya son casi cuarenta años de un oficio que domina y se ama. "No hay mucho relevo para esta profesión", admite Marina. Ella tiene una ventaja importante, puesto de trabajo y vivienda en el mismo edificio, situación cada vez menos habitual. Todavía tiene cuerda para días y no piensa en la jubilación, tiene ganas, fuerzas, energía y temple para continuar en la brecha. Son ocho horas al día de trabajo. De 8:30 a 13:00 y de 16 a 19. Las pilas no se terminan en la Marina Solano. Siempre arriba y abajo, siempre dispuesta a echar una mano, siempre dispuesta al latido de su querido barrio de adopción.
Paco Sánchez
Hace veinte años que es el portero de la calle Lluçanès número 6, popular por su bonhomía, disponibilidad y por lo servicial que es. Es Paco Sánchez que había sido mecánico tornero pero que por un problema de piel tuvo que dejarlo. Tuvo suerte, su suegro trabajaba de fontanero para la Bonanova y se enteró de que el guardameta del edificio Versalles se jubilaba. Le propusieron a Paco y aceptó sin pensárselo a pesar de que no estaba familiarizado con el oficio. Pero enseguida se le hizo suyo y es hoy un actor imprescindible para el numeroso vecindario. "Disponer de vivienda en el propio edificio es muy importante, una ventaja muy grande", destaca. "¿Me puedo colgar una pequeña medalla?", "¡Sí, por supuesto!", "Soy muy servicial y eso gusta a la gente". Un punto clave, sin duda, de la buenísima integración que Paco tuvo enseguida entre los vecinos. Las labores son las clásicas: limpieza y mantenimiento de los espacios comunes, vigilancia y seguridad del inmueble, repetir la correspondencia y los periódicos y en los últimos tiempos, un clásico, la paquetería. Cada día llegan muchos pedidos, nunca bajan de entre treinta y cuarenta, lo que supone un añadido de trabajo, una exigencia de estar al caso a toda costa, ya que las compras online son cada día más frecuentes y la recepción, claro, es muy importante.
¿Experiencias satisfactorias? Pues algunos clásicos. El vecino que se olvida las llaves y recurre a él para que le abra la puerta del piso con las que él custodia. El día en que vino un vecino con pijama porque había salido a sacar la basura, se le cerró la puerta por accidente y, claro, las llaves estaban dentro del piso. O el fin de semana que un vecino se quedó encerrado en casa y Paco tuvo que marcharse unas horas de una boda para venir a abrirle la puerta. "Es satisfactorio ver la sensación de alivio que se les dibuja en la cara". Las casas okupadas El Kubo y la Ruina están justo en frente. Los días del desalojo fueron intensos y Paco tuvo algunos quebraderos de cabeza. "Esa gente no se metían con nadie, de problemas, pocos. Me da la sensación de que aquello no se explicó muy bien".
¿El oficio se está extinguiendo? "No diría tanto, pero sí está bajando mucho el número de porteros y porteras". En el edificio de al lado el portero se jubiló y ya no cogieron otro. No lo necesitan, les da un poco igual. ¿Y el barrio? "La Bonanova ha perdido algo de caché. Mira los toldos de ese edificio de allí, están muy descuidados". Al principio le hacían vestido de trabajo, ahora ya no hace falta. El hijo de Paco le hace algunas suplencias, sobre todo en verano. Él se siente muy querido y respetado. Un portero origina gastos, eso está claro, pero si el profesional es bueno, lo vale y compensa. Un portero también debe ser algo psicólogo, entender los cambios de ánimo y carácter de los vecinos, modelar el carácter y la paciencia. Hay que ser cuidadoso con las personas mayores que después son las más agradecidas y generosas.
Juan Medina
Juan, en su Chile natal, trabajaba en un supermercado. Demasiado estrés, país tensionado, y perspectivas limitadas. En 2006 un viaje a Barcelona le ilusionó y decidió probar suerte. Hizo de todo: pintor, trabajador de mudanzas, repartidor de flyers, ayudante de cocina y montador de infraestructuras en el Circ du Soleil. "Cuesta que te den oportunidades, que confíen en ti, que la gente venza suspicacias respecto al recién llegado". Tiene la esposa y la hija en su país y la distancia fue dura, sobre todo al principio: "La primera Navidad y Año Nuevo lloré mucho, pero el segundo ya menos". Viaja siempre que puede verlas. De hecho, cuando le visito hace muy poco que ha vuelto de las vacaciones chilenas. "En Chile existe mucho clasismo, por eso nosotros tratamos siempre de usted a todo el mundo", me explica. En Travessera de Gràcia 48 empezó con labores de limpieza, después suplencias en otra finca y seguidamente le ofrecieron volver a Travessera para convertirse en el portero oficial. Hace quince años. "En los barrios altos percibes más el clasismo de la gente, aquí donde estoy ahora hay mucha más amabilidad". Los vecinos de la finca son muy variados, desde viviendas convencionales hasta despachos profesionales de abogados y médicos. Todo el mundo tiene su personalidad, todo el mundo es como es, saludan o no saludan, pero nada es personal. Juan lo tiene claro. Ha aprendido bien los matices y necesidades del oficio. "Sabes a quién saludar, a quién preguntar. Y a quién mejor no decirle nada en ese momento. Y sobre todo, sabes cuándo tienes que callar". Las personas mayores agradecen mucho que se les pregunte cómo están, cómo se encuentran. También están los visitantes que se les pregunta adónde van y se incomodan. Controlar quién entra, quién sale, quién entra a vivir y quién se va. Y los pisos de estudiantes, claro. Todo ello con discreción y amabilidad, sin ser invasivo, pero dando siempre la sensación de control de la situación. "Mi teléfono lo tiene todo el mundo, es público". Treinta y dos pisos y un presidente de escalera. "Todos son mis jefes". Que conviene tomar paquetes, adelante. Que conviene guardar pedidos de comida en la nevera, adelante. Conversaciones de fútbol, las que hagan falta. De las noticias del día, si son buenas, mejor. Y del tiempo, ésta nunca falla. "Ser portero es una posibilidad de aprender mucho de la gente, de lo rápido que va nuestro mundo, de cómo los jóvenes hablan poco y los mayores siguen necesitando el calor de los demás. Una buenísima experiencia".
Josefa Domènech
Pepi Bauló visita la portería de la calle de Aribau 119. Todavía está la puerta de madera que recuerda tanto de su infancia. Le dejan visitar los espacios comunes y reconoce algunas imágenes de su infancia. Donde vivía el señor Rocamora, ahora vive su nieta. La portería estaba en un semisótano. Aún están las escaleras que bajaban. La madre de Pepi, Josefa Domènech, fue su portera entre 1968 y 1971 aproximadamente. Unos años inolvidables. Hoy visito a madre e hija en el piso de su amada Santa Coloma que, después de los años en Barcelona, acogió a la familia y de allí ya no se han movido nunca más. Josefa recuerda aquellos años como una experiencia hermosa. Provenientes de Gandesa, la oportunidad de regentar una portería en tiempos en los que en el trabajo de su marido –Jaume Bauló, operario metalúrgico en La Maquinista– había turbulencias políticas y sindicales y el trabajo en la portería significaba un buen apoyo. Madre e hija me enseñan fotos de esos tiempos. Buena calidez de vecindad, juegos de los niños en la calle y en la azotea y la familia cerca. El hermano de Josefa era el portero de una finca cercana, en Londres a Muntaner. Hermanos y primos cerca permitían tener a su alcance un ambiente familiar muy valioso.
Limpiar la escalera, recoger la basura, vigilar y realizar encargos por los vecinos. Ya fuera una ida urgente a la farmacia, a comprar el pan oa las "mantequerías" de al lado a hacer la compra. Lo más duro, sin duda, era la limpieza de las escaleras de mármol de arriba a abajo. La fregona aún no existía y había que hacerlo de rodillas o agachada. Los recuerdos de Josefa son buenos: "Los vecinos nos trataban muy bien, había buen ambiente y nos amaban mucho". No recuerda exactamente cuál era el sueldo que cobraba, pero sí el sobre con los billetes que le daba cada mes el procurador. Por aquel entonces se estilaban mucho las propinas y estrenos, los populares aguinaldos navideños o por fiestas señaladas. ¡Ah! Y también era frecuente hacer canguros, los vecinos le dejaban a los niños y la juerga en la azotea estaba asegurada. El trabajo en la portería permitió a la familia disponer de una vivienda mientras daban voces para encontrar un pisito asequible en su economía. La oportunidad llegó a la vecina Santa Coloma, en 1971. Allí, cambio de vida: más tranquilidad en el trabajo de padre y en cuanto a Josefa, se hizo ama de casa o, como se decía antes, "sus labores". Pero los años en la calle de Aribau son inolvidables. La gran Marisa Paredes siempre estuvo orgullosa de ser hija de portera y siempre que podía lo decía con la cabeza alta. A Pepi le pasa exactamente igual.