Economía catalana: contar la (cruda) realidad
La reciente publicación del informe Draghi ha supuesto el reconocimiento abierto de un fenómeno que se ha ido haciendo cada vez más evidente desde mediados de los años noventa: la brecha económica entre la Unión Europea (UE) y Estados Unidos (EE.UU. ), medida en términos de PIB per cápita. La brecha no sólo no se ha reducido, sino que se ha ampliado, hasta llegar a un 34%. Como apunta el informe, el factor principal detrás de esta evolución se encuentra en una tasa de crecimiento de la productividad en la UE que se mantiene persistentemente por debajo de la de EEUU. A diferencia de economías como China, Taiwán, India o Corea del Sur, la UE no ha sido capaz de reducir su brecha con el líder tecnológico americano este siglo. Más allá del PIB per cápita, tenemos muchos indicadores que confirman la carencia de dinamismo de la UE. Un ejemplo: sólo cuatro de las cincuenta mayores empresas del mundo son de la UE. Ni que decir tiene que ninguna de ellas está entre las diez primeras, un espacio monopolizado por las big tech americanas.
Sin embargo, la UE no es un bloque uniforme: hay diferencias importantes en el grado de dinamismo económico. Esto puede verse claramente en el gráfico que acompaña a este artículo, que muestra un ranking de 34 países de la OCDE basado en el crecimiento medio del PIB per cápita en el período 2000-2023. A pesar de sus limitaciones, esta variable es sin duda el mejor indicador que tenemos para medir el progreso material medio de los ciudadanos de un país. Curiosamente, y en aparente contraste con el mensaje del informe Draghi, las economías con un mejor comportamiento de esta variable son de la UE, básicamente países del Este (en verde), que tenían niveles iniciales mucho más bajos y donde la convergencia ha sido más intensa. Esto contrasta con los países que conformaban la UE antes de la ampliación de 2004 (representados en azul), que se concentran en la parte baja del ranking (con la excepción de Irlanda) y que por su peso relativo arrastran los resultados de la UE en su conjunto. Ésta es la Europa en declive en la que se centra el informe Draghi.
Además de los 34 países de la OCDE, el gráfico incluye también el correspondiente dato para Cataluña (en negro). La economía catalana tuvo en el mismo período un crecimiento medio anual del PIB per cápita del 0,46%, ocho posiciones detrás de España, y sólo con el consuelo de ver a Italia con un peor resultado. Éste es un dato difícil de digerir, pero que refleja una realidad que no debemos rehuir. Este artículo no es el lugar más adecuado –ni quien lo escribe es la persona más capacitada– para analizar a fondo los factores tras este mal comportamiento de la economía catalana. Pero sí me gustaría hacer una observación que considero muy relevante al respecto. No soy el primero en hacerla, pero en una cuestión tan primordial cualquier esfuerzo adicional puede ser útil.
En nuestro país se ha establecido como práctica normal por parte de organismos públicos y privados, y adoptada de forma acrítica por los medios de comunicación, el hecho de publicar y comentar de forma casi exclusiva datos referidos al crecimiento absoluto de la economía, normalmente con una perspectiva de muy corto plazo. Por ejemplo, se nos anuncia la tasa de crecimiento del PIB o del empleo en un determinado trimestre, destacando el hecho de que ha superado la de este u otro territorio. Desde este punto de vista, la economía catalana ha tenido a menudo un comportamiento mucho mejor que el que queda patente en el gráfico, superando la de muchos otros territorios. Pero es importante darse cuenta de que ese crecimiento absoluto es un indicador muy deficiente del progreso material de los ciudadanos de un país. El hecho de que seamos cada vez más gente y que esto nos permita producir más (“crecimiento extensivo”) no es consuelo para el ciudadano medio, para quien los ingresos reales se estancan. Esto es especialmente cierto en economías como la catalana, en la que los incrementos de empleo se apoyan en gran parte en la importación de mano de obra de baja cualificación y no en la disminución del paro de la población local. De hecho, una parte importante del talento joven local se ve abocado a marcharse fuera, en busca de oportunidades que nuestro modelo de crecimiento no ofrece.
Contra lo que a menudo se nos transmite, este modelo de crecimiento tampoco aumenta la capacidad de financiar un estado de bienestar más generoso (en vez de mayor). A medio y largo plazo, cualquier crecimiento sostenible del gasto público per cápita debe apoyarse en un crecimiento del PIB per cápita, no en el crecimiento absoluto del PIB. Cualquier otra vía –como una mayor presión fiscal, la posibilidad de incurrir en déficits o de conseguir más transferencias netas de otros territorios– tiene necesariamente un recorrido limitado y corre el riesgo de ser contraproducente.
La evidencia empírica contenida en el gráfico deja bien claro que el modelo de crecimiento de Cataluña de las dos últimas décadas ha sido un fracaso sin paliativos desde el punto de vista de alcanzar un crecimiento sustancial del PIB per cápita. Este modelo de crecimiento no sólo ha comportado una mejora material exigua para el ciudadano medio, sino que se puede argumentar que es en buena parte responsable de muchos otros males que nos afectan, incluyendo la crisis de la vivienda, la presión sobre los recursos naturales, los pésimos resultados del sistema educativo, o el retroceso en el uso del catalán. La aceptación y promoción de este modelo de crecimiento, más allá de la retórica puntual sobre la necesidad de superarlo, ha sido una irresponsabilidad de los gobernantes (de todos los colores) que lo han celebrado y siguen celebrándolo. Y los posibles beneficios individuales que sin duda genera (con los empresarios del complejo turístico-inmobiliario al frente de los beneficiarios) no pueden esconder ni compensar el fracaso colectivo de país.
Decir la realidad es un paso imprescindible para poder empezar a pensar en cómo salir del pozo donde nos encontramos.