Viajes

La ciudad de los muertos que está llena de vida: un viaje a Benarés

Ciudad sagrada para tres religiones es el lugar donde mucha gente desea morir y que sus cenizas acaben en el Ganges

Barcelona"Tchai, chai?", ofrece un joven vendedor de té con leche. Hace algo de frío, así que se agradece. Un joven que mira un partido de cricket en el teléfono compra mientras esquiva un búfalo de agua, que baja por las escaleras masticando flores. Pero cuesta dejar de mirar un pedazo de pierna que sale de la pira funeraria. Cada día, se queman más de 100 cuerpos en las escaleras que descienden al río Ganges, en la ciudad de Benarés.

Una ciudad famosa por sus muertos pero llena de vida. Todo mezclado, sin filtros. Los peatones cruzan la zona donde se queman los fallecidos hacia la escuela o el trabajo. Mientras pasan hablando por teléfono con un amigo, esquivan a un grupo de familiares que bajan un cadáver envuelto en tela naranja. Lo bajan a las aguas, donde lo purificarán antes de llevarlo a la pira funeraria donde arderá durante unas cuatro horas. Más de un ciudadano con poco trabajo pasa el rato mirando cómo arden los cuerpos, como quien mira a un grupo de albañiles haciendo obras. Solo piden a los turistas que no hagan vídeos, pero te invitan a pasearte entre las peores, como si nada, donde los trabajadores que se ganan un jornal portando madera la hacen charlar, tranquilos. "Ah, ¿sois de la ciudad de Messi?", preguntan, sin saber que Messi ya no está, en Barcelona. Y los cuerpos van ardiendo a pocos metros. Las vacas y los búfalos se zampan las flores que adornaban el cuerpo hace poco. Un familiar escogido, que se ha rapado el pelo y será el encargado de recoger las cenizas, mira cómo quema a su madre, todo pensativo. Los demás familiares bromean, mirando vídeos de TikTok. Todos hombres, puesto que las mujeres no pueden entrar en la zona. Según se explica, para evitar que una viuda tenga la tentación de saltar sobre la pira por morir con su marido. La vida y la muerte, unidas en una sola idea y en un solo espacio. Ésta es una ciudad de extremos.

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Todos los hinduistas sueñan con ser incinerados en Benarés, la ciudad santa. Y que sus cenizas bajen por el río Ganges. La tradición dice que quien sea incinerado aquí irá directo al cielo y se liberará de una nueva reencarnación, por lo que los hinduistas que tienen dinero lo dejan todo arreglado para que sus cenizas acaben en el Ganges. También los pobres llegan provenientes de todo el país, para ver si mueren en las callejuelas de Benarés y el Ayuntamiento les quema en un horno moderno, ya que en la zona sagrada hay que pagar por los trabajadores y, sobre todo, por la madera de las peores, que va bajando en barcas desde el Himalaya todos los días. Para quemar un cuerpo se necesitan unos 300 kilos de madera, que arden gracias a un fuego que, según la tradición, lleva más de 2.000 años encendido. En función del tipo de madera, el precio puede oscilar entre los 15 y los 300 euros, además de propinas y, claro, el traslado del cuerpo si el fallecido no ha traspasado a Benarés. En la India no todo el mundo puede pagar 15 euros por la madera.

Así que las autoridades han intentado poner algo de orden, y mantener cierto equilibrio entre tradición y modernidad, prohibiendo que la gente tire los cuerpos de sus seres queridos en el río cuando no pueden pagar el dinero de la madera. Pero, de vez en cuando, todavía ves bajar algún cuerpo por las aguas de un río tan bonito como sucio en el que cada día miles de personas se bañan. Un hombre se lava los dientes pocos metros más abajo de la zona donde arden los muertos. Los turistas hacen muecas al verlo, pensando que es poco higiénico. Él escupe el agua en el río como si nada. Esa agua donde sí está permitido lanzar cuerpos en unos casos concretos. Los niños menores de 12 años y las mujeres embarazadas, ya que se les considera puros y no es necesario purificarlos; las personas que han muerto por la picadura de una serpiente, las vacas y los leprosos. Cuando se hace, se suele atar el cuerpo a unas piedras, para evitar verlos flotar.

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Templos inestables

Benarés, según la tradición, una ciudad tan antigua que llegaron a vivir allí divinidades en aquella época en la que los Dioses caminaban junto a los hombres. La tradición dice que la fundó el mismo dios Chiva hace 5.000 años. Los arqueólogos, basándose en restos y no en leyendas, creen que el primer asentamiento debía de ser hace unos 3.200 años. Sea como fuere, es una de las ciudades más antiguas del planeta, no muy lejos del Himalaya, junto al río, en un valle fértil. No, no es una ciudad como las demás. Es única, aunque, de algún modo, es como una botella que recoge todas las esencias de todo un país complejo como es la India. "El país de la religión como situación existencial. La religión es la India y la India es religión", como decía el italiano Alberto Moravia, quien la visitó varias veces, uno con Pier Paolo Pasolini, que enamoró de un país que también le hizo sufrir, con sus olores, con su dolor y sus cuerpos heridos por las calles. Una tierra que ha visto nacer un montón de religiones. No sólo el hinduismo. A pocos kilómetros de la ciudad de Benarés se encuentra la zona de Sarnath, donde por primera vez Buda predicó el budismo, lugar de peregrinación para miles de creyentes. También es visitada por los fieles del jainismo, religión milenaria nacida en la India, lo que hace de Benarés una ciudad triplemente santa. Y, desde la zona donde se queman los muertos, pueden verse de fondo los minaretes de la preciosa mezquita de Alamgir. Benarés no es una ciudad santa del islam, pero esta religión está muy presente. Aquí, todo el mundo ruega.

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Por Benarés caminaron, según la tradición, el propio dios Chiva y Siddharta Gautama, Buda. Ahora queda poco, de aquella época. Es una ciudad antigua de edificios relativamente modernos. Ninguna tiene más de cinco siglos, ya que antes los conquistadores lo tiraban todo al suelo para levantar sus símbolos de poder, como hicieron los mogoles. Heridas todavía vigentes. El actual gobierno nacionalista de Narendra Modi, por ejemplo, quiere derribar la mezquita de Gyanvapi, construida de 1678 por los mogoles, ya que se levantó sobre un viejo templo dedicado a Chiva. Los nacionalistas hindúes consideran que pueden derribar todas las mezquitas que se pueda demostrar que se levantaron sobre templos hinduistas hace cuatro siglos. En las últimas décadas se han derribado algunas mezquitas, y siempre que esto ocurre hay manifestaciones y muertes. Ahora en la mezquita de Gyanvapi no se puede entrar. Ha quedado rodeada de vallas de seguridad y hombres armados, a la espera de saber si un juez da permiso para derribarla y ampliar así el lujoso templo de Kashi Vishwanath, levantado justo al lado, donde se cree que existió el viejo templo de Chiva que ya aparece citado en textos de hace 2.000 años. Un templo con cúpulas recubiertas de oro que atrae a millones de peregrinos cada año y no deja de crecer, con una zona VIP de lujo incluida. Sin embargo, para entrar hay que dejar la bolsa, el teléfono móvil y todo lo que lleves en un edificio cercano, pasando después por un montón de controles, ya que hay miedo a atentados islamistas. Aquí, todo tiene un precio. Si pagas la entrada más cara, te saltas las kilométricas colas y, de paso, te regalan una vela y un pañuelo. Los indios con menos recursos, llegaron a hacer 48 horas de cola para entrar en el templo. Un espacio en el que sólo los monos no entienden de religiones. Pispan las ofrendas en forma de fruta de los hinduistas, las cogen y, cruzando una alambrada espinosa, se las zampan sobre la vieja mezquita que quizá sea derribada pronto.

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La presencia del río

"Benarés es una ciudad llena de historia, donde se mezcla la leyenda y la realidad", decía Mark Twain, que vino a la ciudad atraído por su fama, para hacerse una opinión. Fascina, Benarés, visitada por escritores, poetas, actores y estudiosos. Millones de personas quieren conocerla. Poder llegar y subir en una barca justo debajo del impotente puente ferroviario que los británicos construyeron a finales del XIX. El tren sigue siendo uno de los grandes legados que dejaron los británicos. "Eso sí que lo hacían bien. El tren y el cricket", bromean los jóvenes que te ayudan a subirte a las barcas que bajan hacia el centro de Benarés. En la orilla oriental no hay edificios, puesto que es donde sube el agua en época de lluvia. Cuando son los meses secos, en esta orilla se forman grandes playas por donde la gente camina o da paseos en un camello. Toda la ciudad, pues, está en la orilla occidental. Desde las barcas, se van viendo los imponentes palacios que se levantan desafiantes. Algunos, envejecidos, caen a pedazos. Otros, propiedad de ricos aristócratas, son toda opulencia. Algunos llevan décadas cerrados y otros se han reconvertido en hoteles de lujo. Una ciudad de extremos donde el río siempre está. Como destino final de las cenizas, como decorado de fondo para las jóvenes influencers occidentales que hacen yoga o como vía principal de comunicación, ya que por dentro de la ciudad antigua todo es un gran laberinto de callejuelas en las que es fácil perderse. Los locales siempre saben dónde queda el río, siempre encuentran fácil el camino que lleva a los ghats, como se conocen las escaleras que bajan al río, construidas por aristócratas, civiles o sociedades civiles a lo largo de los siglos. Escaleras donde peregrinos bajan cada día para bañarse en el río y purificarse en aguas sucias. Hay más de 100, de ghats, cada uno con su nombre y función.

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Hay cinco, por ejemplo, destinados a bañarse cada día. De hecho, para hacerlo bien, habría que bañarse a los cinco en el mismo orden todos los días: Asi, Dasaswamedh, Barna Sangam, Panchganga y Manikarnika. Benarés tiene ritmo, sonoridad, en esos nombres y la música, omnipresente. En los cánticos religiosos o las danzas tradicionales, con chicos jóvenes con los ojos maquillados que mueven los pies, donde llevan cascabeles. Otros ghats se reservan a los musulmanes, para charlar después de las oraciones. Otros, a los jainitas, o simplemente son un espacio de encuentro donde hacer la colada o jugar con estrellas. En la India, cuando llega la primavera, el cielo se llena de estrellas, que tanto adultos como niños hacen volar durante semanas. Estrellas que sobrevuelan los cadáveres, a veces. Que un niño risueño venga a buscar una estrella que se le ha caído entre las peores no sorprende a nadie. La muerte forma parte del día a día.

La mayoría de los visitantes se quedan en la ciudad vieja, ignorando que existe una Benarés moderna, con grandes avenidas, universidades y edificios contemporáneos. O la parte construida por los británicos, con relojes en los cruces y edificios inaugurados por la propia reina Victoria, que también quiso ver a la ciudad con sus ojos. El visitante, no podemos culparle, preferirá caminar durante horas por la orilla, de ghat en ghat. Viendo a los místicos y los monjes. Tanto los auténticos como los que se pintan la cara como si fueran divinidades sólo por ser fotogénicos y sacar dinero a los turistas. Un paseo viendo cómo se fabrica una barca de madera, cómo se baja el pescado o cómo, en el ghat de Dandi, los ascetas meditan, todos delgados, con los ojos cerrados. La vida que ocurre mientras cae el sol.

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Y, cuando cae el sol, el ghat Dasaswamedhe se llena de miles de personas que buscan un buen sitio, sea en el suelo o sobre barcos, para ver la ceremonia conocida como Ganga Aarti, cuando los brahmanes de la ciudad cantan encendiendo velas y pidiendo la purificación de todos los presentes. Las flores y las velas acaban bajando por el río cuando ya se ha hecho de noche, después de más de una hora de cánticos que van embrujando, hechizando, atrapando. Con su brutalidad, Benarés sigues enamorando a turistas que muchas veces no saben cómo verbalizar lo que han oído. Una ciudad en la que, en pocos minutos, te horrorizas y te enamoras, a partes iguales.