Cala del Vedell, en Cap Roig, donde han arrancado dos veces las boyas.
04/06/2025
2 min

Por un lado, la cala me atrae con una sensualidad exagerada e incluso cruel. Por otra, cuando llega el buen tiempo, el país hace que vuelva asustado. construido más chalés en zona protegida, o quizás los responsables municipales habrán restringido aún más el aparcamiento en la calle, reservado invierno y verano para los ricos que tienen casa y garaje y apenas vienen a pasar quince días.

Existe un instinto territorial que se excita más en plena naturaleza. Los perros marcan territorio con la orina, los pájaros pian y los lobos patrullan. El año pasado, nadando por los islotes de los Secainos, me encontré un pescador de caña en una barca solitaria. Nunca me había pasado. Le debió asustar a los peces, porque el hombre me recriminó muy enfadado que yo nadara tan lejos de la costa. Lo coloné un rato con educación y refinamiento, como aprendí de mi abuelo. Cuando el hombre se dio cuenta, me dijo un insulto muy feo relacionado con mi madre, puso en marcha el motor y se fue. No ha vuelto más.

Pero el negocio turístico tiene horror al vacío, y este año he encontrado la cala llena de cayucos. Cada día realizan más salidas organizadas, que masifican los rincones con un acceso complicado por el suelo. Una veintena de turistas vestidos de neopreno –encuentran el agua fría–, gritando y riendo. Como hacen las inmobiliarias con las casas, podríamos plantar otro cartel aquí: vendido.

Queda tomar paciencia y nadar hasta un rincón y zambullirse en el jardín sumergido, hacia las algas, las salpas y los erizos. Todavía están por llegar las barcas a clavar las anclas en la posidonia. Aún por un rato es un refugio de cristal contra el infierno de las guerras de fuera. Y siempre existen novedades. Esta vez me encuentro una cadena oxidada y vertical que cuelga de una boya blanca a la deriva. ¿Cómo se ha liberado la boya? ¿Se ha desatado ella misma? Al cabo de unos días, la boya ha llegado al fondo de la cala, entre los cantos rodados. Me acerco a nado, lo levanto y la tiro tierra adentro entre las cañas. Descubro allí, también, entre suciedad y botellas de plástico, una señal vieja, de las que los pescadores ponen en el agua para marcar dónde tienen las asas, con el corcho, el palo largo y el trapo rojo descolorido. Me miro a los piragüistas. Nunca las verán, pero hay una brigada de preciosas sirenas que se dedica a vaciar el mar de instrumentos de tortura.

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