Alguna vez he escrito aquí sobre las losas, estos picos de las cordilleras de roca bajo mar, que no llegan a hacer islotes porque han quedado a pocos palmos de la superficie y sólo llegan a verse cuando hace temporal y la ola baja. Las losas son planas, del tamaño de una mesa, y es divertido ir nadando y levantarse de pie encima. No es fácil, el mar tiene que estar plano y te clavas en los pies los mejillones, conchas y caracoles, pero, si sales adelante, has hecho una cima. Con el agua hasta los tobillos, te estás plantado sobre la gran explanada marina, y todo son vistas.
Las losas suponen un peligro para la navegación a raíz de la costa, pero todo el mundo de por ahí que sale a mar sabe dónde están. Aún así, es fácil encontrar los restos de pintura del casco de alguna embarcación que ha rozado, y si alguna vez hay un accidente siempre sale el tonto que pide volarlos, siendo como un patrimonio local tan importante. Hay una en la entrada de los Secaïns, una gorda a levante, frente al puerto, una en el Freu y un par en S'Adolitx. Yo he hecho todas estas cimas.
El jueves por la noche, una barca de pescadores embarrancó en la losa del Freu. Como es que navegaba tan cerca de la costa no se entiende, y han corrido rumores. El mar es territorio de fantasías. Los ocho pescadores fueron rescatados y la barca pasó la noche embarrancada hasta que, al día siguiente al mediodía, el mar la tragó.
La tentación de ir nadando a ver el pecio ha sido muy intensa, pero estos días hacía mal tiempo. Echarse al agua es fácil, salir puede ser muy complicado. La punta de Garbí, donde se encuentra el Freu, es un brazo de roca enorme que recibe directamente el levante. Hace cinco años, una ola se llevó a un pescador de caña olotense, que no sobrevivió. Pero yo tenía que escribir el artículo, y, aprovechando un paréntesis de calma en el tiempo, el martes al mediodía nadé hacia la losa. Había una ralinga perdida –la cuerda de flotadores que rodea la red–, envuelta en la roca del Freu como el espagueti de un collar de perlas o unas patas de pulpo muy largas.
La zona estaba perimetrada con boyas rojas. Tuve miedo de quedarme enganchado y giré cola. Total, hacía un día oscuro, el agua era turbia y no veía nada debajo de mí, sólo la sombra de algún pez. Por esa agua, no hace tantos años, todavía hicieron estallar una bomba de la guerra. Puestos a imaginar el pecio, embarqué unas sirenas jóvenes y dulces como Catrinas mexicanas, que me invitaron a bajar y me abrigaron con una red. Cogí el timón, arranqué el motor del submarino y desaparecemos mar adentro.