Sospechas por el pasado de Trump como agente del KGB
Inquieta ver a Donald Trump reunido con Viktor Orbán y prometiéndole flexibilidad para que Hungría pueda seguir comprando gas y petróleo a Rusia, pese a las sanciones a Putin, sorteando las propuestas de Estados Unidos para acabar con la guerra en Ucrania. Y todo esto sabiendo, como sabe muy bien Trump, que la Hungría de Orbán es un centro de espionaje que tiene en el punto mira a las instituciones de la Unión Europea. Trump sabe que los agentes del FSB se mueven con comodidad por Budapest, y seguro que le da igual. Ni le conmueve, ni le afecta. Él lleva encima la acusación de haber colaborado con el kagebismo hace casi cuatro décadas. Durante treinta y ocho años, y con formatos distintos, el mandatario estadounidense habría sido el agente Krasnov.
Quien lo asegura con contundencia es Alnur Musayev, antiguo director del comité de seguridad de Kazajistán. Musayev no deja de dar fe –la última vez en febrero del 2025– de que en 1987 Donald Trump fue ungido y contratado como espía a sueldo del KGB con el apodo de Krasnov. Aunque las afirmaciones de Musayev no incluyen ninguna prueba y, por lo tanto, no pasan de ser sospechas, el kagebista kazajo pretende presentar un indicio al asegurar que la ficha-historial del agente Krasnov ha sido eliminada del archivo del FSB y llevada a un departamento administrado directamente por Vladimir Putin. Son inquietantes, también, los silencios de Putin, porque, si Trump no es Krasnov, ¿qué le cuesta al presidente ruso soltar alguna frase, generosamente improvisada, que represente el blanqueo del presidente de Estados Unidos? Y más teniendo en cuenta el fervor y la admiración que le ha demostrado Trump.
Llegados a este punto, es inevitable plantearse que si Trump ha ido arrastrando el señalamiento de kagebista con mayor o menor intensidad es porque estamos ante un personaje bastante complicado e impredecible, capaz de generar todo tipo de suposiciones. El Trump miembro de la trama de abusos sexuales de Epstein puede llegar a ser tan verosímil como el Trump colaborador de KGB. Incluso sería verosímil que, no siéndolo, alguna vez –¿por qué no?– lo utilizara para sus propios intereses.
Tim Weiner, periodista del New York Times, Premio Pulitzer y autor del libro The mission [La misión], enfrenta la historia de Trump-Krasnov con pragmatismo y sentido crítico. Recuerda que, como no hay pruebas, solo se puede hablar de lo que es claro y evidente. Weiner dice que Donald Trump no es un agente, sino un aliado que detesta a la CIA y al FBI precisamente por haber investigado y revelado que el Kremlin le ayudó a ganar las elecciones del 2016: los hackers rusos cumplieron la misión de malograr la campaña de Hillary Clinton. Para Tim Weiner, más que escarbar en el personaje Krasnov, lo que hay que hacer es averiguar y tomar conciencia de cómo Putin "ha tocado a Trump como un violín durante años".
Expresiones como las de Tim Weiner, sumadas a las suposiciones, las sospechas y los indicios sobre Krasnov, inhabilitan a Donald Trump para promover la paz en Ucrania, como ha estado intentando sin éxito. Esto lo ha visto Putin, y no le ha costado nada resucitar viejas rivalidades de guerra fría –sobre todo las nucleares– y dejar claro que, en Ucrania, o consigue la victoria o congela la actual guerra de trincheras –con algún asalto como el de Pokrovsk– mientras hace volar drones por el cielo de Europa. O bien debe detener a la desesperada los que le lanza Ucrania. El dictador ruso aspira sobre todo a comprar tiempo, pese a arriesgarse a dañar la hasta ahora buena relación con el autócrata americano. Y aquí vuelve a plantearse una vieja cuestión. ¿Hasta cuándo serán amigos Putin y Trump?