De mayor, quiero ser influencer. Esta frase aterroriza a miles de padres cada día. Mis hijos todavía no la han pronunciado, pero temo el día que eso suceda. Un analista aseguraba la semana pasada que, según los datos, hay más probabilidades de que un niño o niña se haga futbolista de primera división a que se gane la vida como Youtuber.
Sin embargo, el otro día, descubrí que la frase De mayor, quiero ser influencer tenía una vuelta de tuerca más. Estaba en una comida con amigos y una pareja de fotógrafos comentó que acababan de terminar una campaña publicitaria con una influencer de 92 años. Por supuesto, imaginé a una influencer de 92 años con el pelo canoso, una mantita en las piernas y una taza de té entre las manos. Nada más lejos de la realidad. La señora de 92 años cumplía con todos los requisitos de una influencer: ropa perfectamente escogida, pose de modelo y pelo azul al viento en un descapotable a juego.
Al volver de la comida, hice una breve búsqueda y encontré que no solo existía ella. En cada país, existe una o un influencer de edad avanzada. No era una casualidad, era un fenómeno global.
Entonces, me dio por pensar que esto era otra conquista de Internet. Nos hemos habituado a ver todo desde la belleza. Cualquier elemento de la sociedad es, potencialmente, una fotografía para las redes sociales. Por eso, quizás, los bares de mi ciudad ya no son sitios oscuros donde ahogar las penas. Ahora tienen paredes llenas de colores y una bonita tipografía para ser instagrameables.
Sin embargo, en una segunda vuelta a mis pensamientos, un pensamiento me asaltó: la belleza se ha vulgarizado, pero en el buen sentido. Lo que antes pertenecía a unos cuantos patronos de lo bello (generalmente jóvenes, blancos y genéticamente descendientes de Venus y Apolo), ahora pertenece al vulgo: a mujeres de 92 años, a jóvenes con acné o a chicas que solo caben una XL. Ahora, todos podemos ser bellos.
Como padre, lo que realmente me seduce es el siguiente paso lógico. Si todo es bello, nada es bello. Si todos somos influencers guapísimos, nadie lo es. Como ha demostrado mil veces la historia de la estética, no hay nada mejor para acabar con un estilo que generalizarlo hasta hacerlo algo vulgar.
Quizás, así, la dictadura de lo cuqui acabe pronto. Ojalá, en unos años, les pueda recordar a mis hijos que un día quisieron ser influencers y ellos se rían, como cuando les hablo de las pesetas o de los teléfonos fijos. Será solo un vestigio del pasado, igual que los bares oscuros de mi ciudad.